El curso natural
(un cuaderno de campo)*
Nuestra existencia, frente al distraído permanecer, es un discurrir errante, un pasar y no quedarse con nada, un tan sólo dejar algunas huellas y rastros de nuestros hechos para que otros se orienten mediante estas marcas en el devenir de las cosas y en los nuevos mapas de la existencia.[1]
Es muy difícil obviar el momento en el que nace este libro, un punto de inflexión, de no retorno, de cambio de paradigma o tal vez de nada de eso. El ser humano tiene una enorme facultad para olvidar los traumas y las enseñanzas que deberían generar situaciones como la que estamos viviendo, aunque con las personas, con su incomprensible y esquizofrénica capacidad para lo mejor y para lo peor, nunca se sabe. Parece, pocas veces lo ha parecido tanto, que estamos ante el final de aquello que era nuestra vida, ante el inicio de algo que todavía no sabemos qué será pero que será distinto, complejo, difícil, una nueva situación que precisará de nuestro esfuerzo, de nuestra resilencia, de nuestra empatía, de toda nuestra implicación emocional, intelectual y física. La pandemia, el confinamiento, la distancia social, la crisis, el miedo, la soledad, la ausencia, la imposición, la falta de libertad, la enfermedad, la necesidad, el hambre, la muerte, son algunos de los elementos sobre los que se articula este cambio que se está produciendo, una crisis que deberemos superar si no queremos dejar en evidencia, de nuevo, nuestra imbecilidad insuperable como especie.[2]
Llevamos tiempo empeñados en ir en contra de la naturaleza, hace años que comenzamos a desviarnos del curso abierto e instintivo de las cosas, del flujo espontáneo y simbiótico de nuestras vidas sobre un medio que nos procura el sustento, que es nuestro hogar y nuestra compañía, un cambio de dirección que nos ha ido situando en posiciones confrontadas con el ecosistema que nos envuelve, antagónicas a sus reglas, opuestas a sus valores y que no atiende a la reciprocidad necesaria para la convivencia. Lo que empezó siendo nuestro amparo, el refugio biosférico, la provisión esencial, el lugar para la existencia y el desarrollo de los seres, derivó en un aprovechamiento cada vez más unidireccional y abusivo que ha ido agotando todos esos recursos que, sencillamente, nos dan la vida. Un escenario de violencia espiritual, pero también física, que ha llegado hasta límites insoportables, un camino sin retorno que nos lleva al sufrimiento, al dolor y a la extinción. Ahora es la propia naturaleza la que se rebela, la que trata de reconducir esa situación que había alcanzado su punto de máxima tensión, de desbordamiento, de exceso y de colapso. Ahora (o nunca) es el momento de cambiar la dirección, de volver al curso natural, de retomar esa sensibilidad ecológica para nuestras decisiones y comportamientos: una filosofía, un sentimiento, una forma de hacer, que nunca deberíamos haber abandonado.
El ser humano ha necesitado que se le enfrente una realidad que le supera, que no puede controlar, que le pone en grave riesgo, para ver con meridiana claridad los enormes excesos que llevamos años cometiendo, lo equivocado de nuestro camino. Lo que ahora percibimos desde la flagrancia que produce el descarnamiento violento de lo que está ocurriendo, hace tiempo que viene siendo advertido por algunos intelectuales premonitores, por algunos artistas clarividentes que tienen la capacidad de sentir, de interpretar y de comunicar lo que al resto nos permanece oculto. Desde la creación contemporánea, desde las artes visuales, no son pocos pero tampoco tantos, los autores sensibles que llevan años planteando, desde una perspectiva crítica, estas fricciones que el ser humano provoca sobre el medio que le acoge, unas obras, unos discursos, que dejan en evidencia la insostenibilidad de esas situaciones que ahora se manifiestan contrarias a la lógica natural, al más sencillo y eficiente de todos los silogismos, a ese que genera el equilibrio y el respeto necesarios para vivir. Las vías que han emprendido estos artistas para investigar, analizar y mostrar esas circunstancias son muy diversas, unas coordenadas que fluctúan entre un activismo frontal y beligerante, hasta la sutileza de la metáfora más sencilla, exquisita y contundente, pasando por la voluntad de enfatizar la belleza natural preexistente para preñarla de una ética que la reivindica.
Rubén Polanco es uno de estos artistas que apela a la simplicidad de las formas y de los conceptos naturales para explicar la maravillosa complejidad de todo aquello que nos rodea. Un creador que transita por ese discurso medioambiental y poético que en sus manos fluye de una manera armónica, sin esfuerzo, no porque rehúya la lucha necesaria, sino porque entiende que esa vía delicada y respetuosa es la más adecuada para vivir, para activar, para crecer y para crear. Mark Rothko decía que el arte es una cosa definida, una especie de la naturaleza y, como cualquier especie del mundo físico, actúa de acuerdo a sus propias leyes[3], unas normas específicas pero abiertas, unas disposiciones naturales, que son las que han ido incardinando e inspirando todo el trabajo de Polanco, un artista que alimenta el respeto biopolítico por la materia genuina, que renuncia a consumirla mientras mantiene sus formas originales, sin contraponerse a ellas, interviniéndolas apenas un poco y haciéndolo siempre con el criterio exquisito de quién las valora y las admira. Una manera de hacer que se empeña en seguir el curso lógico de la naturaleza, con ética, con ingenio y con sensibilidad, a la vez que demuestra un interés inagotable por el conocimiento, por la filosofía y por la ciencia, por la biología, la geología, la zoología y la botánica.
Rubén Polanco no está sólo en esta senda, algunos le precedieron, otros le acompañan, también llegarán nuevos artistas que continuarán por esta vía insondable, inabarcable, sin final, porque como señala Heráclito, aunque recorras todo el camino nunca podrás hallar los límites del alma[4] y es precisamente del alma de lo que estamos hablando. En las obras de Polanco se suceden estas conexiones que van cogiendo la forma de estímulos, de influencias, de interrelaciones más o menos conscientes, que hacen converger sus derivas con las de otros artistas que parten de la naturaleza como fuente y origen del arte. En ese punto nos encontramos con algunos representantes de lo que se ha dado en llamar la New British Sculpture -especialmente Tony Cragg, Richard Deacon, Anthony Gormley y Barry Flanagan-, con la conexión evidente entre obra y paisaje del Land Art, con las manufacturas, técnicas y materiales del Povera, con la revisión apropiacionista de la historia de la escultura de Saint Clair Cemin, pero también con las mitologías disidentes y reivindicativas de Kiki Smith y de Eva Hesse, o con la impronta surreal de Remedios Varo y Leonora Carrington. Una estructura intelectual compleja que sitúa las coordenadas para una creación singular, que ubica el campo de acción adecuado para la búsqueda y para el hallazgo, para una investigación tan bella como posicionada, tan resilente y entrópica como los modelos de la naturaleza de los que parte. Pero centrémonos en el vínculo de Polanco con los artistas que componen la Nueva Escultura Británica.
A partir de los años 90, Tony Cragg, reivindica sus posiciones mostrando una perspectiva geológica y biológica cada vez más evidente en unas esculturas que remiten de manera inequívoca a la ciencia, a las leyes naturales, al origen de las formas, a la creación del relieve, al inicio de la vida. Piezas primordiales como “Minster” (1990), “Newt” (1990), “Forminifera” (1990), “Vulnerable Landscape” (1991), “Mental Picture” (1992) o “Administered Landscape” (1994) son la base de un corpus formal y conceptual que Cragg ha venido desarrollando a partir de entonces[5]. Rubén Polanco comparte muchos de estos intereses con Cragg, unas inclinaciones que el artista cántabro especializa sobre cuestiones que tienen que ver con la orogénesis, la reproducción celular, el crecimiento de las plantas, los procesos de cristalización o lo microscópico, en unas esculturas que, en clara alusión al desarrollo fractal de la naturaleza, son pensadas como obras modulares, a la vez que comparecen como conjuntos instalativos conformados por diferentes elementos. De ello dan buena cuenta series y piezas que conectan con sus investigaciones vegetales, mineralógicas, zoológicas o astronómicas como “Planetas” (2004-10), “Cuentos de objetos y abejas” (2006), “Bee Designer” (2010), “Los sueños del agua” (2010-19), “Structure Sky” (2012), “Honeycomb” (2012), “Bosques” (2012), “Najma” (2012-15), “Jardines de interior” (2012-16), “Ether” (2013), “Manantial” (2014), “Almas gemelas” (2015), “Pimientos jamaicanos” (2016), “Blowing in the Wood” (2018), “Pangea Peppers” (2019), “Botánicas cotidianas” (2019), “Capullos de girasol” (2019), “Jardines geométricos” (2019) o “Huesos de madera” (2019).
Lo que une a Rubén Polanco con Richard Deacon, otro de los artistas considerados parte de la Nueva Escultura Británica, son esos planteamientos artesanales que les sitúan a ambos como unos hacedores de objetos[6] donde la mano del artista, los materiales empleados, las técnicas utilizadas, incluso la violencia, la sutileza o el virtuosismo con el que es tratada la materia, se muestra sin que se quiera ocultar, al contrario, se trata de dejar en evidencia la implicación física e intelectual ejercida en la construcción de cada una de las piezas. Una reivindicación de los materiales, de cualquier material, del trabajo, del esfuerzo, de la figura del artista, del artesano, de la autoría en el arte contemporáneo, que además, cobra mucho sentido en una figura como la de Polanco, un artista que, al margen de su actividad propia, ha dedicado gran parte de su carrera a realizar las producciones de otros reconocidos creadores como Juan Muñoz, Cristina Iglesias, Pérez Villalta o MP y MP Rosado. Quizás sea con Iglesias y Muñoz con los que la obra de Polanco guarda más relación, no sólo por el nexo evidente de todos ellos con el contexto creativo escultórico británico, sino también por la conexión espacial, geométrica y vegetal con la obra de Cristina Iglesias o, en el caso de Muñoz, por la incorporación de la figura humana y las relaciones que éstas establecen con el contexto. Es precisamente la obra de Juan Muñoz la que nos sirve de enlace para introducir a Anthony Gormley -también miembro de la Nueva Escultura Británica- y esa presencia e interacción de la figura humana en las investigaciones de Rubén Polanco. Un punto de conexión que parte de la evidencia formal de la aparición fisonómica de sujetos anónimos en sus piezas, en muchas ocasiones caras o bustos, personas no individualizadas que generan el enigma necesario para que el espectador sienta la necesidad de relacionarse con las obras que tiene delante, un contacto físico e intelectual que Polanco considera fundamental para completar la obra y el concepto que desarrolla, incorporando la cultura, la mirada, los hechos, la ética y la estética de los seres humanos a la propia naturaleza. Unos planteamientos que podemos encontrar en series como “Hammerland” (1996), “Inside the Trees” (2017), “El bosque blanco” (2017-2019), “Tree Twins” (2019), “Árbol quemado” (2019), “Escuchar la tierra” (2019), “Gold Entropy” (2019), , “Árbol griego” (2019-20), “Árbol retorcido” (2019-20) o “Árbol caído” (2020).
Las exploraciones de Polanco también convergen con las obras de la primera época de Barry Flanagan, aquellas de carácter más orgánico y abstracto que fueron recogidas por la Tate Britain en una completa y exquisita exposición titulada “Early Works 1965-1982”[7]. Unas piezas que defienden la idea de que todos los materiales son susceptibles de ser escultóricos, una indagación sobre las nuevas formas y los nuevos medios que el artista galés empleaba para rebelarse contra aquellas concepciones más rígidas y anquilosantes de lo que debería de ser una escultura. Flanagan, en estos años tempranos, realiza incursiones en el Land Art y coincide con los postulados del Povera al recurrir a materiales cotidianos, sencillos y accesibles para realizar sus obras. Una concepción heterogénea de la creación escultórica que asume Polanco, así como también coincide con esa vocación decidida por analizar lo animal, lo vegetal y lo mineral para dar forma a sus respectivas piezas[8]. Sin embargo, aquellas exploraciones de Flanagan con el Land Art que recién comentamos, se convierten en algo más sustantivo en la obra de Polanco, un creador que suele idear y ubicar sus instalaciones -como sucede con muchas de las piezas que hemos enunciado hasta ahora- en contextos naturales abiertos que se encargan de reforzar el propio sentido de las obras desde una simbiosis e integración inteligente y, por supuesto, respetuosa con el medio que las acoge. Fruto de esa consideración y admiración por el entorno comparecen “Landscapes Painting” (2017-19) o “Paisaje añadido” (2017), una serie de fotografías en blanco y negro intervenidas a partir de un sugerente coloreado que les confiere una belleza enigmática, unas imágenes que simulan ser acciones pictóricas reales sobre el espacio y que no han sido realizadas físicamente ante la imposibilidad de llevarlas a cabo de una forma inocua. Estos paisajes interpelan directamente a la construcción fractal, a la cristalización mineral, al crecimiento vegetal de musgos y líquenes, pero también a la construcción cultural de la belleza a partir de la mirada humana: un (re)hacer la naturaleza y un (re)ordenar la entropía que caracterizan toda la obra de Rubén Polanco.
*Texto publicado en el libro Rubén Polanco. Entropía, HdT, Granada, junio, 2020.
[2] La utopía, entonces, no se dirige a la realidad pervertida para tratar de cambiarla, si no a los hombres pervertidos que no quieren o no pueden cambiar, y que por ello mismo se hacen responsables de una realidad cuya perversión ni siquiera intentan mejorar. Arnhem Neusüss, Utopía, Barral Editores, Barcelona, 1971, p. 34.
[4] Heráclito, “Sobre la naturaleza. Doxografía y fragmentos”, Revista de Filosofía, Universidad de Costa Rica, San José, Vol. XIV, N. 39, julio, 1976, p. 41.
[5] La verdad poética que el artista susurra es, por un lado, “el drama de la deriva”, pero también el despliegue del “sueño de la materia”. En una entrevista de 1992 declaraba este artista que hay un tipo de “información sobre las cosas” que surge cuando se atraviesa la ciencia o la metafísica. Algo próximo, aunque sea metafóricamente, a la “estructura química” que aparta el fantasma de la “banalidad”, esa sombra que Cragg reconoce en el arte de nuestro tiempo en muchos frentes. Fernando Castro Flórez, Cragg. Esculturas, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1995. [folleto]
[6] Como ese homo faber definido por Hannah Arendt que proyecta, realiza, usa y contempla sus obras y que se contrapone al consumo sin mesura del animal laborans. Hanna Arendt, La condición Humana, Paidós, Barcelona, 2012.
[8] De hecho “Animal, Vegetable, Mineral” es el título de una exposición de Flanagan de 2016 para la que se editó el catálogo: Animal, Vegetable, Mineral. Works 1964 – 1983, Waddington Custot Galleries, Londres, 2016. Esta muestra toma su nombre de un artículo de 1966 realizado con motivo de la primera individual del galés en la londinense Rowan Gallery, un texto firmado por el crítico estadounidense Gene Baro, “Animal, Vegetable, Mineral”, Art and Artists, Hansom Books, Londres, vol.1, no.6, septiembre, 1966, p. 63.
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