*un texto publicado en la revista Sublime (enero, 2020)
Una pena. Mucho esfuerzo (por nuestra parte). Muy buena voluntad (por nuestra parte). Muy buenas intenciones (por nuestra parte). Y al final los manuales de buenas prácticas han quedado obsoletos, desfasados, sin haberse cumplido. Los que tienen el mando, los que ostentan el código de domino, políticos, directores, instituciones, saben más que nosotros, son más listos, tienen el poder y el dinero, tienen claro qué quieren y cómo conseguirlo. Quizá las buenas prácticas (casi seguro) son una trampa que nos tendieron, un dispositivo para tenernos conformados, un anestésico, un engendro que activa nuestra paciencia y nuestro silencio, que nos hace perder el tiempo mientras ellos lo ganan.
Capítulo 1. La firma y la foto. Empezamos por algo que parece un final y, en realidad, es cada vez el mismo principio, un día de la marmota hipnotizante y aburrido. Llegan los nuevos, siguen los viejos, te convocan cada legislatura, te dicen que esta vez sí, que sí, que no hay duda, pero primero la reunión y luego la foto, y los medios, y el compromiso de cumplir las buenas prácticas, y allí estamos nosotros dando la mano mientras sostenemos el código ético, poniendo nuestra imagen y nuestro prestigio profesional (el que ellos no tienen) a su servicio, siendo utilizados, sujetando el librito, sonriendo a la vez que los que mandan ganan tiempo confundiendo, aparentando interés, simulando buenas intenciones. Pero sólo quieren la foto, esa foto, siempre la misma, un tejido cultural que sólo vale esa instantánea entre risas higiénicas, un titular en prensa, un “estamos contigo” y la expectativa de ser un “estómago agradecido”.
Capítulo 2. Las mesas de trabajo. Y tras la firma del acuerdo llegan, por enésima vez, las mesas de trabajo, las comisiones, los órganos asesores y consultivos, los mismos diciéndole lo mismo a (casi) los mismos, que aunque sean nuevos, ya saben qué queremos de tanto oírlo. Y volvemos a hablar de honorarios, de concurrencia, de transparencia, de independencia en las programaciones, de libertad creativa, de respeto profesional, de condiciones dignas, de no censura, de cómo tienen que ser las cosas que nunca han sido. Hablamos de honorarios en unas mesas donde ponemos nuestro tiempo, conocimiento y esfuerzo como profesionales independientes a su servicio, unas mesas donde, por supuesto, no cobra (casi) nadie por aportar nuestras ideas y nuestra experiencia como sector y como tejido. Mal empezamos. Mal acabamos. Más de lo mismo.
Capítulo 3. La participación. Comienzan (otra vez) los mantras recurrentes, los neologismos repetidos, los (no tan) nuevos conceptos, esos términos que, de tanto usarlos (mal), acaban vacíos de contenido. Transversal, orgánico, precariedad, colectivo, exclusión, minorías, bien común, concurrencia, transparencia, visibilidad, precariedad y participación. Participación pero sólo de los afines, de los suyos, de sus amigos, de sus familiares, de los que no dan problemas, de los que harán lo que se les diga mientras los que dirigen reparten miseria, limosna a cambio de silencio, a cambio de programación inocua para sus palacios, a cambio de bufonismo y buen comportamiento.
Capítulo 4. Los concursos y sus trampas. Como si por el mero hecho de plantearlos se fuera a cumplir con las buenas prácticas. En realidad nada de nada. Busca las cláusulas peculiares en las bases y tendrás al candidato, revisa los jurados de barrio para los casales de barrio y verás como siempre fallan la plaza a favor de una de las vecinas de ese mismo barrio. Jurados hábilmente seleccionados para que se elija al lacayo. Y luego llegan los contratos de “alta dirección” con sueldos de mierda, puestos de alta responsabilidad con sueldos de mierda, sin independencia, sin supervivencia cuando el poder político que te ha (im)puesto se acaba. Profesionales cesados cada vez que cambia el viento, cada vez que se pierde la “confianza”, da igual el concurso y cómo lo has ganado, dan igual los plazos o los cumplimientos, si no eres de la cuerda del que manda, no hay concurso que valga, ni dimes, ni diretes, recurren al concurso fingido, a la digitocracia o a lo que les dé la real gana.
Capítulo 5. La viga en el propio y la ética en el ajeno. Y entonces es cuando nos damos cuenta que todo está podrido, que las buenas prácticas no se cumplen, que no hacen caso a las recomendaciones de las mesas de trabajo, ni a los órganos consultivos, ni a los asesores varios, que los concursos son mangoneados, corrompidos o, directamente, digitados, que los profesionales son cesados o nombrados sin más motivo que las afinidades personales, las vinculaciones ideológicas y los clanes familiares. Entonces es cuando nos ofrecen un proyecto. Nuestro proyecto. Nuestra visibilidad. Y es en ese momento cuando no vemos la viga en el propio ojo a pesar de llevar media vida reivindicando la ética en el ojo ajeno. Es entonces cuando se acaba la legislatura y empezamos de nuevo.
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