Cuatro casos
textuales (seguramente innecesarios) sobre la pintura de Santiago Palenzuela*
Fernando Gómez de la Cuesta
Caso 1. La física.
No hace falta explicarlo, es la pintura por la pintura, es la búsqueda por
la propia exploración más que por el hallazgo, es el gusto por el trabajo bien
hecho, por la vocación, por el compromiso, es la pulsión incontenible del
artista, la euforia, la depresión y otra vez la euforia, y la rabia y la pasión
y el odio, es la violencia y la locura, es comerse la cabeza, es pegar dos
buenas hostias o que te las peguen, es crear y destruir y crear. También es la
técnica, el talento, la lucha, la debilidad y la fuerza, es dar forma, es el
acierto y el error, es follar o hacer el amor, es el sentido del humor, la
ironía y el sarcasmo, es la precariedad y, a veces, muy pocas, el éxito. Resulta
difícil escribir sobre algo que no necesita ser descrito, que se explica mejor
a sí mismo que si lo intentamos explicar, que se hace desde el inicio pensando
en una independencia sin servidumbres, proponiendo su propia autonomía, sin
relatos innecesarios, buscando la esencia. Las obras de Santiago Palenzuela
tienen esa materialidad rotunda que requiere, más que palabras, una mirada
táctil, ávida y sensible, lujuriosa e inocente, unas pinturas inefables que
nacen para ser rodeadas, contempladas desde diferentes ángulos, por delante,
por los costados, por detrás, que deben ser tocadas, manoseadas, sopesadas,
lamidas. Piezas que trascienden la superficie para incorporarse al espacio, para
crear espacio y para generar vida, porque lo son, son la vida del artista y
también, en parte, la nuestra.
Dice Alberto García-Alix que él no es capaz de inventar, que no tiene nada
que contar que no sea él mismo, que necesita estar de cuerpo presente,
fotografiar su entorno inmediato, lo que puede tocar, lo que encuentra delante.
Dice que si no hay encuentro no hay nada y que la magia de la vida es ese
encuentro[1].
Palenzuela busca y encuentra sus obras justo al lado, en su casa, en su
estudio, en su barrio, en la gente que le rodea, en la isla, en su malaleche,
en el amor y en el odio. Parte de una realidad próxima que le lleva a una
figuración de la que en ocasiones se va desprendiendo, pero sobre todo, parte
de la pintura, de una pintura que acaba siendo pintura y sólo pintura, aunque,
como veremos, a veces pase por otros sitios, en ocasiones decline por otros
derroteros. Lo cierto es que sus piezas se generan por un proceso singular de acumulación
y superposición donde las perspectivas de los espacios, los seres y los
objetos, no se reproducen sino que se producen, se hacen, son. Palenzuela es un
artista excesivo que crea de forma compulsiva, como le dijo a Carlos E. Pinto:
“pintando a muerte, a sangre y fuego, sin piedad, óleo puro, sin mezclar, a
paladas”[2],
un creador que nunca retrocede, que va sumando sin rendirse, donde más es más y
siempre más. Un artista que antes de que el peso de la pintura venza al
bastidor, antes de la derrota, prefiere quemar el lienzo, destruir la obra para
crear otra que, al poco tiempo, volverá a quemar de nuevo.
Caso 2. La metafísica.
Los cuadros de Palenzuela contienen en su interior infinitas pinturas, casi
tantas como capas extiende con la espátula, casi tantas como brochazos da. En ellos
nunca hay un repliegue, si llega el error, el descubrimiento, la duda o el
arrepentimiento, el artista lo supera o lo integra con una nueva franja de
color, con más leña para ese fuego, con más masa, con más materia aplicada con una
técnica peculiar, con un estilo singular de disponer la pasta, de tratar el
color, de componer. Aquí las cosas se tapan, no se borran ni se rascan, aquí
todo permanece y nada desaparece, de una u otra manera todo sigue siendo
visible, todo sigue siendo perceptible, todo lo aportado es material sensible. Unos
lienzos que mutan constantemente, que nunca se dan por acabados, que deben ser
raptados del estudio con nocturnidad y alevosía para poder liberarse de la
tensión permanente del non finito, de
ese inacabado perpetuo al que los somete el artista. Un Palenzuela que se
empeña en componer de forma sublime de la manera más sórdida, que apela a la técnica
exquisita para destrozarla, que se ríe del pedante y de la sofisticación, que
reivindica la violencia, la muerte, lo feo, incluso la chapuza, tanto como la
belleza, el virtuosismo o la finura. Una obra incardinada en la búsqueda constante
de la liberación de cualquier atadura, obcecada en huir de las jerarquías
impuestas, de las leyes, de las normas, de las servidumbres, mientras permanece
presa de las obsesiones, las pasiones, los afectos, las adicciones y los
tormentos que son propios de su autor. Una obra al margen de las barreras convencionales
del formalismo al uso, al margen de la estética dominante, fuera de las modas y
de los gustos imperantes, independiente, sincera, maldita y outsider, una obra que nace de las
entrañas de la vida, del odio y del amor.
Aquellas capas de pintura que quedan debajo de las nuevas mantienen una
presencia que se encarga de construir la densidad, el volumen, la carne, pero
también el esqueleto y el alma de sus piezas, “ese fantasma que corre delante
de ti, hermano mío, es más bello que tú; ¡¿por qué no le das tu carne y tus
huesos?!” escribió Nietzsche[3],
y eso es lo que hace Palenzuela, correr detrás del bello espíritu de sus obras
mientras les va incorporando todo lo que él es, aportándoles sus propias entrañas
y su osamenta, su músculo, su grasa, sus vísceras y su cerebro, para
desarrollar un entramado interno que tiene que ver con la sensibilidad y con la
emoción, con la memoria de los objetos y con el recuerdo de los espacios, con
la vida de los seres, con el pasado, el presente y el futuro, pero también con la
desazón, el odio y la náusea. Si las pinturas de Giorgio Morandi nos llevan al
sosiego desde el orden y lo sencillo, las de Santiago Palenzuela nos plantean
una metafísica del desasosiego y de la desesperanza que también tiene su origen
en lo cercano, en lo accesible, en lo usual, para desvelarnos una belleza
inquietante, para mostrarnos la angustia de todo aquello que nos rodea y que
reconocemos, pero que también puede sobrecogernos. Es con ese objetivo con el
que comparecen los interiores de sus sucesivos estudios y de las casas en las
que ha habitado –pintados y repintados hasta el agotamiento- el retrato
descarnado y encarnado de muchas de las personas que ha conocido, animales muertos
que procrean de forma compulsiva y lienzos que son pasto de las llamas. Todo
eso es el acervo visual que compone su obra y el que construye la peculiar
metafísica de Palenzuela, un más allá de la forma que emprende un singular
estudio del ser, de la existencia, del objeto, de la realidad, del tiempo y del
espacio, dejando en evidencia que, como decía Schopenhauer, somos animales,
animales metafísicos[4],
pero también salvajes.
Caso 3. La isla.
La obra de Santiago Palenzuela no se produce en un contexto cualquiera, se
crea en una isla, desde la isla, para la isla y contra la isla, en un lugar tan
poderoso que nada de lo que ocurre allí permanece ajeno a su presencia y, menos
aun, si lo que sucede es algo tan sensible como la pintura de este artista.
Tenerife es un entorno singular, un espacio donde la materia y su densidad se
sobreponen a todo lo que le rodea, un sitio maravilloso que emerge entre la
masa de agua del océano, que mezcla lo poroso con lo compacto, la roca, la
lava, la tierra y la arena, el negro profundo y los tonos rojizos, el verde, el
naranja y el amarillo, lo desértico y lo boscoso, lo tropical casi selvático,
la exuberancia y la aridez, una costa al norte y otra distinta al sur, y en
medio un volcán, un volcán como no hay otro igual. Esta isla compite, no es una
isla fácil, hay que hacerse un sitio, escarbar con las manos el cubículo donde
habitamos, sobrevivir para luego vivir. La isla es un refugio complicado, un
hogar que a veces es acogedor y otras no tanto, que te procura el sustento y el
desaliento, la isla es cobijo y guarida pero también cárcel, límite y campo de
batalla.
Condicionados por ese entorno poderoso algunos artistas plantean la
creación como una lucha contra la materia y la orografía, contra y con la
naturaleza, integrándose con esfuerzo en ella para luego tratar de cambiarla,
para acomodarla a sus necesidades vitales, un combate desproporcionado donde
apenas se consigue algo. Unos creadores que, como ocurre con los luchadores de
sumo, pelean con todas sus fuerzas por permanecer, por conseguir que nada ni
nadie los expulse de esa mezcla de arcilla y arena que compone el dohyō insular, ese perímetro que da
forma al contorno de la isla y que es más cambiante de lo que señalan los mapas.
Santiago Palenzuela (Santa Cruz, 1967) y quizás otros artistas canarios como
Julio Blancas (Las Palmas, 1967), Carlos Rivero (La Laguna, 1964), Laura
Gherardi (Roma, 1969), Juan Carlos Batista (Tegueste, 1960), también Carlos
Nicanor (Las Palmas, 1974), Nicolás Laiz (Lanzarote, 1975), Paco Guillén (Las
Palmas, 1974) o Ana Beltrá (Las Palmas, 1978), u otros más jóvenes como Noelia
Villena (La Laguna, 1986), Adrián Martínez (Ibiza, 1984), Marco Alom (Tenerife,
1986), Raúl Artiles (Las Palmas, 1985) y tantos otros, desde formas y maneras
muy distintas, emprenden esa contienda en la que crean, construyen, se defienden
y atacan a base de repeticiones obsesivas, de labores minuciosas que pleitean
contra la materia a la vez que la muestran, donde lo sórdido, lo
claustrofóbico, lo humano, lo animal, la roca, la lava, la masa, la negritud o
la asfixia de lo vegetal, son parte de unas obras concebidas desde la
resistencia, la obcecación, la manufactura y el trabajo extremo.
La casa y el estudio son, para Santiago Palenzuela, el primer y el último refugio
en la isla, un hogar en interinidad permanente donde guarecerse y crear, un
espacio vivido y pintado en el que ese agua que todo lo rodea penetra en su
interior para aumentar la tensión, la presión, para convertir esas habitaciones
en estancias inundadas, una serie de obras que dejan en evidencia la
insularidad, la precariedad, la inestabilidad, pero que también nos muestran la
realidad, su forma de vida y su sustento. Allí es donde tiene lugar la pintura
de acción de Palenzuela, una pintura que se modela, que se esculpe, que se
talla, una pintura que es escultura, que es isla en sí misma, una pintura activa
que también es performance, acto y gesto, coreografía y convulsión, una pintura
que se va construyendo a partir de los sedimentos, las marcas, los rastros y
los restos que trae ese mar que se infiltra en cada espacio, en cada cubículo,
en cada sala, con cada nueva marea, con el siguiente naufragio, con la próxima
tormenta. Un depósito de experiencias, heridas, acciones y emociones que es
parte de la esencia con la que, por acumulación, se cimienta y crece este
territorio insular y volcánico, este lugar de apariencia finita y cabida
infinita que contiene tantas islas como personas la habitan, un territorio con
fronteras evidentes, aunque cambiantes, que se convierten en un límite
enfermizo, difícil de salvar, a la vez que se constituyen en un mecanismo de protección
eficaz y, en ocasiones, sanador.
Caso 4. La muerte.
Santiago Palenzuela pinta naturalezas muertas con animales sin vida y
vanitas ancestrales con despojos humanos, un anticipo de lo que seremos, una
premonición que explica que sus cuadros nunca acaban, que siempre comienzan de
nuevo. Es precisamente esa lava negra que emana de la isla la que lucha contra
el mar, es la materia oscura de la roca encendida, la arena y la piedra, el
fuego y el humo, la carne muerta y los huesos, los que se contraponen a esa
masa líquida que les rodea. Una lucha eterna, infinita, donde el cadáver empieza
a perder su fisonomía, donde cuervos, caballos, elefantes marinos, mirlos,
hipopótamos, gorilas y perros, van confundiendo sus restos con esa amalgama que
se expande prescindiendo de su forma, renunciando al color, pero acogiendo la
textura, el volumen, el relieve y la luz que incide sobre su superficie[5],
generando una pintura que apela a más sentidos que a la vista, que busca el
tacto, el olfato, el oído, el gusto. Decía Kandinsky que “el negro es apagado
como una hoguera quemada; algo inmóvil como un cadáver, insensible e
indiferente. Es como el silencio del cuerpo después de la muerte, el final de
la vida”[6],
sin embargo, es desde esta hoguera quemada y oscura, desde esos cuerpos
aparentemente inertes, desde esa pira carbonizada, desde donde renace el negro
en expansión de Palenzuela, un negro diferente, lleno de luz y energía[7],
que apela al origen y a la creación, que se convierte en materia seminal y en
conclusión, en masa incandescente, en principio y en fin en sí mismo.
Palenzuela quema sus lienzos para empezarlos de nuevo, una llama que hace
arder la sustancia, un fuego de alquimista que es la primera etapa de la
purificación, que se convierte en útil de trabajo pero también en elemento
esencial a partir del cual nace cada reflexión, un agente de acción y de
creación que establece un vínculo con la tierra, con la cultura de la que el
artista es parte, un origen propio y enraizado, unos cimientos sólidos para un
alambique tan arcaico como contemporáneo. El artista asume ese papel de
alquimista apelando al fuego y a la materia adecuada para trascender el espacio,
para superar otra vez los límites del soporte pictórico y abrir sus entrañas a
los volúmenes y a los espacios escultóricos, también a los modos performáticos,
una investigación que le hará descomponer y volver a componer la materia, deshacer
la trama que la conforma permitiendo que la luz se incorpore a ese ciclo
constante que refuerza la idea de regreso y de un futuro que justo comienza en
ese momento. Un porvenir en el que el artista ha conseguido desprenderse de lo
superfluo y tan sólo mantiene lo importante, lo esencial, una mística que, en
parte, le hace prescindir del ego, separándose de las apariencias y fijando
como punto de partida ese lugar extraordinario y precursor donde la pintura es
pintura y nada más que pintura.
* Publicado en el catálogo de la exposición "Santiago Palenzuela. Odio sobre lienzo", TEA Tenerife, 2019.
[1] Alberto García-Alix, “La cocina, el cuarto de
juguetes, la cámara de tortura”, Alberto García-Alix,
1978-1983, Árdora Ediciones, Madrid, 1999, p.4.
[2] Carlos E. Pinto, Retrato
de Luis Feria. Exposición de óleos de Santiago Palenzuela, Estudio Artizar,
La Laguna, 2000, p.5 y p.9.
[3] Friedrich Nietzsche, “Del amor al prójimo”, Así habló Zaratustra, Alianza editorial,
Madrid, 2001.
[4] “Su asombro es más serio en cuanto que aquí, por
primera vez, se halla frente a la conciencia de la muerte (...) A partir de
esta constatación y de este asombro surge la necesidad metafísica que es propia
solamente del hombre: él es, en consecuencia, un animal metaphysicum”, Arthur Schopenhauer, Die
Weltals Wille und Vorstellung, Könemann,
Colonia, 1997, vol. 2, cap. 17.
[5] “ce n'est plus avec du
noir que je travaille, c'est avec la lumière reflétée par la peinture que je
dépose sur ce fond noir”, Pierre Soulages en: Bernard Paquet, “Pierre
Soulages: entre l’ombre et la lumière”, Vie des Arts, Montreal,
Canadá, vol. 40, n° 164, 1996, p. 23.
[6] Wassily Kandinsky, De lo espiritual en el
arte, Premia Editora, Tlahuapan, Puebla, México, 1989, p. 73-4.
[7] “Le noir est une
couleur”, Henri Matisse en: Jacques Kober, “Le noir, une conception
méridionale de la lumière", Le Noir est une couleur: hommage
vivant à Aimé Maeght, Fondation Maeght, Saint-Paul-de-Vence, Francia,
2006, p. 43.
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