Guillem Nadal - "La mirada del foc"


En el camino


No sabia a donde ir excepto a todas partes

“On the Road” - Jack Kerouac


Tiene algo de iniciático, de viaje trascendente, de búsqueda. Empezar con las ramas quemadas que el artista recogió en el bosque tras el incendio puede parecer un mero gesto estético, pero en la obra de Guillem Nadal nada es apariencia, en realidad todo es una toma de posición concreta, ubicada e intencionada, un acto que podía ser un final y que, sin embargo, se convierte en un nuevo principio, en un nuevo camino, en una nueva experiencia. Las ramas de acebuche se vuelven duras al calcinarse, el fuego las dota de un carácter compacto que hace que no se desintegren con facilidad, resisten como resiste la creación, como el arte y el artista, como deberíamos resistir todos nosotros. Estas ramas, a la manera de los hitos que fija un explorador pionero, nos marcan el inicio del trayecto, nos señalan una puerta que se esconde tras otra puerta, pero también el rastro de un incendio, el curso de una senda que permitirá que penetremos –no sin dificultad- en esa maraña de vegetación que comparece ante nosotros.

Los puntos de quiebra, de crisis, son momentos de maravillosa indefinición, un instante y un lugar donde todo se (con)funde. La dialéctica entre el orden y el caos siempre ha estado presente en la obra de Nadal, en esas investigaciones de formas orgánicas que se extienden como las raíces de un manglar, que se solapan, se superponen, cohabitan y se devoran –entre ellas y a ellas mismas- en una demostración de pasión y de emoción, de canibalismo y de autofagia; unos actos extremos que se dan en el seno de este nido de uróboros donde todos habitamos. El artista decide dejar que el desorden se ordene y que la norma pierda la compostura –quién es nadie para impedir nada- mientras se despliega ante nosotros una interesante metáfora de la contemporaneidad, de este instante convulso, frenético, desasosegante y alienante que nos ha tocado vivir, de este lugar de incertidumbre lleno de infinitos caminos inabarcables y de una cantidad de información tan desmesurada que nos sobrecoge por absoluto desbordamiento. 

Guillem Nadal introduce su mirada en la trama y nos señala un itinerario cualquiera de entre todos los posibles. No pretende obtener perspectivas absolutas ni visiones amplias, no trata de alcanzar esa luz demostrativa y general que iluminaba el Renacimiento con cierta pretensión de omnisciencia, no quiere saber la verdad ni mucho menos formularla. No. Ahora empezamos a ser conscientes de que apenas sabemos nada y de que tenemos que prestar atención a las partes sin la voluntad de abarcarlo todo, seleccionando lo que necesitamos, lo que nos interesa, lo que nos estimula, lo que puede hacernos felices. Un haz de luz tenue ilumina justo delante de nosotros, unos débiles rayos que se cuelan por las rendijas del ramaje y que apenas nos permiten ver a unos pocos metros de distancia: una mirada de alcance humano ante la inhumana desmesura de los tiempos, un poco de cordura ajustada a nuestra verdadera dimensión. 

El artista penetra en el bosque apartando las ramas con sus manos, eligiendo una ruta llena de recovecos, de idas y de venidas, un camino que, en sí mismo, es su propio destino. Las ramas calcinadas que comparecían en el suelo, vuelven a erguirse para cobrar vida, su sombra antropomórfica se proyecta incandescente sobre los papeles y los lienzos, sobre los muros de la caverna y las paredes de la sala, a la vez que el tiempo, el paso del tiempo, se constituye como la coordenada necesaria para que la reflexión adquiera profundidad y sentido. Necesitamos pausa, pero también acercar el foco y mirar con atención para darnos cuenta de que cualquier maraña, en la distancia corta, se convierte en un fractal de elementos ordenados, de códigos y de estructuras que se repiten, de infinidad de partes que forman un todo, una unidad, una única naturaleza inasible que integra a aquellos elementos que van accediendo a ella y que sigue manteniendo su esencia a pesar de perder alguno de ellos.

A veces sólo alcanzamos a asimilar la sombra de aquello que vimos, pero incluso la propia silueta, la secuela, la llaga, la herida, el resto y la ceniza, si son observados con detenimiento, se convierten en fuentes ineludibles de conocimiento, en paisajes de una memoria selectiva que se mueve entre la emoción y la razón. Nuestro cerebro absorbe estos estímulos en la medida de sus posibilidades y nuestro cráneo, trepanado por los excesos y las terapias, deja que gran parte de su contenido se desparrame por el espacio que nos rodea, mientras crea una nueva orografía de recuerdos propios y ajenos. Exploradores como Guillem Nadal son los que nos ayudan a recorrer el camino, a realizar este viaje de pasiones y desencuentros sobre un escenario cambiante, sobre un lugar tan variable e irreconocible que sólo permite trazar mapas mutantes grabados por la singular e intensa mirada del fuego.


*Para el catálogo de la exposición "La mirada del foc" de Guillem Nadal en el Casal Solleric de Palma (abril-agosto 2016)

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