-Texto publicado en el catálogo editado con motivo de la exposición "Paisaje umbrío" de Amparo Sard en el Museo Barjola de Gijón, 2015-
Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. No obstante, nosotros creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que, en sí mismos, son insignificantes.[1]
En ese complejo e insondable territorio que es uno mismo, puente y frontera de la realidad que nos envuelve, nuestros sentimientos y nuestras razones se mueven, mutan y permutan a la endiablada velocidad que les va imprimiendo el imparable flujo de ideas y de emociones que cada uno de nosotros siente y genera. El ser humano es un lugar de duda y de decisión, un espacio íntimo en el que se construye la voluntad que precede a la acción y donde se forman las experiencias y los conocimientos que le suceden. Una vida, unas vidas, plenas de lo que somos y de todos los estímulos que recibimos, que nos hacen sentir y decidir el camino que vamos recorriendo, voluntaria o casualmente, errónea o acertadamente. Todo ello se produce en un contexto de cambio constante[2] en el que la naturaleza de la que traemos causa y los artificios que provocamos, se completan y compiten por ser y por estar. La creación contemporánea es uno de esos actos humanos que debe sumirnos en una situación de “estimulante incertidumbre”, de “clarificadora penumbra”, una actividad cualificada que en lugar de arrojar un enorme haz de luz que lo inunde todo, se encarga de acompañar nuestra mirada a través de la oscuridad relativa del conocimiento, tratando de concentrar nuestra atención en algunos de esos puntos trascendentes que están en la penumbra, sin dispersar nuestro interés mediante un foco potente, amplio y uniforme, que llegue a cegarnos con una luz tan insolente e indolente que nos haga olvidar que la belleza más profunda es la que apenas se percibe[3].
Para entender esa fuente tan tenue que sólo alumbra lo esencial, para comprender el bosque umbrío que se extiende frente a nosotros, para asimilar que menos es más, quizás convenga empezar por el blanco sin mácula, por aquel lugar poco común que puede ser el origen de todo, la primera hoja recién escrita, el lienzo casi sin pintar, el rayo del alba que penetra entre las ramas. Comencemos por lo mínimo para aprehender lo máximo, empecemos por la expresión de un silencio que en ocasiones parece la castración de una pasión, pero que, en este caso, es una deliberada y eficaz forma de comunicación. El blanco de Amparo Sard es el inicio de muchas cosas, un blanco que se agujerea con trabajo y con dolor, con interés y esperanza, con los pespuntes de un sentimiento que hilvana el hilo invisible de las inquietudes que van uniendo las dudas y las certezas, un color que expresa, callando, mucho más que cualquier exceso cromático, más que cualquier verborrea. Un blanco sutil y perforado que, sencillamente, nos hace sentir las emociones de la artista a través de sus obras, unas piezas delicadas, contundentes, extenuantes y bellas que comienzan por ella misma pero que también pueden desplegar el mapa de incertidumbres de cualquiera, unas construcciones etéreas y posibles que se mueven en ese punto concreto e intangible en el que la pasión existe, aunque, todavía, esté buscando el camino adecuado para trascender[4]. En las propuestas de la artista, lo humano, lo colectivo y lo individual, se relacionan con la naturaleza como ecosistema revelador e integrador del ser, una conexión que genera su propio espacio: un peculiar bosque animado, con alma, con almas, en el que se reivindican las singulares simbiosis que se producen, pero también algunos de los pleitos que el hombre mantiene con él mismo, con los que le rodean y con el medio en el que se desenvuelve.
Un “trozo de naturaleza” es, en realidad, una expresión contradictoria: la naturaleza no tiene partes, es la unidad de un todo y tan pronto le desgajamos un fragmento, éste deja de ser integrante de esa unidad sin límites. La definición de Hauptpunkt no le permite ser un punto cualquiera, es el nódulo central, el momento clave, el lexema que sirve para generar la definición de todo lo demás; pero como significante mínimo que es, como valor esencial, también es el punto más sensible a los cambios: una pequeña modificación en su núcleo puede hacernos variar todo el concepto, una leve mutación en su código genético hace que nazca un nuevo ser. El vídeo “Hauptpunkt” (2013) es el inicio de este proyecto titulado “Paisaje umbrío” (2015), una pieza que se constituye en el elemento fundamental de esta propuesta, en el detonante, en esa simiente primigenia que toma la forma de una proyección en la que una masa de plasma denso se expande y se contrae superponiéndose sobre la naturaleza, engulléndola, absorbiéndola y sometiéndola, cediendo y excediéndose, mientras establece una inquietante metáfora sobre la contradicción que se produce entre lo natural y lo artificial, entre la naturaleza y el ser humano. Este ininterrumpido surgimiento y desvanecimiento de las formas generadas por esa masa gris que inunda un paisaje, representa la unidad fluida del devenir que se expresa en la continuidad de la existencia espacial y temporal.
En algunas de aquellas series de blancos sutilmente perforados sobre papel, también comenzó a comparecer una capa negra de caucho espeso, opaca, tan plasmática como la que aparece en el video anteriormente mencionado, una masa dúctil, maleable, mutante y polimorfa que convierte al hombre, y al paisaje sobre el que se extiende, en seres y en lugares mucho más pesados, en sujetos, objetos y contextos que cargan con la materia que se les incorpora, con las aportaciones interesantes, pero también con los miedos, las dudas y las imperfecciones, con todos esos lastres que va dejando sobre nuestros hombros el exceso permanente e incontrolable en el que se halla sumida nuestra contemporaneidad[5]. Los protagonistas de las obras de Amparo Sard son mujeres, hombres y espacios que soportan su propia responsabilidad, que se enfrentan desde la forma y el concepto a problemas que hablan de ética pero también de estética, que se refieren al ser y a su entorno, a la integración y a lo ajeno. “Paisaje umbrío” parece una investigación inquietante pero también es un proyecto de esperanza, de conocimiento y de reconocimiento, una propuesta que pone de manifiesto que en medio del bosque apenas entra una luz tenue que, sutilmente, alcanza a alumbrar lo que resulta importante, aquello que puede ser decisivo, aunque no sea lo mismo para todo el mundo: una misma (ir)realidad puede verse de formas muy distintas.
Tanto los “Claros del bosque” de María Zambrano[6] como la Lichtung heideggeriana[7], son metáforas de ese pensamiento que trata de dejar al descubierto lo que está escondido en la oscuridad, una modalidad de conocimiento que es propia de la “revelación”, de una sabiduría que no se puede inducir y cuya obtención no es metódica, que nos sorprende con “iluminaciones imprevisibles” que no se obtienen buscando, pero para las que, sin duda, podemos prepararnos, estar alerta, predispuestos y sensibilizados. Esa luz filtrada y asumida por el ramaje es la que emana del “Hauptpunkt”, de la trascendental esencia primera, de esa luminaria sutil y discontinua que alumbra el árbol con luces blancas y negras que proyectan formas cambiantes como flujos internos que ascienden y descienden por el tronco y por las ramas. Un foco tan débil como poderoso, una luz que tiene cierta dificultad para iluminar lo superficial y que, sin embargo, es capaz dar visibilidad al conocimiento que habita en el interior de este singular bosque que, poco a poco, va construyendo la artista[8]. Es por ello que Sard intenta levantar el velo de la ignorancia, acercarse a lo interno, conocer la arquitectura que apuntala nuestro ser y el espacio en el que nos desenvolvemos, describir el ritmo de los flujos que nos nutren, la cadencia de la circulación que nos compone, los pilares que nos mantienen erguidos y los elementos que nos integran, algo que es estructura, pero también, respiración y latido[9].
Una pulsión por saber qué oscila entre lo poético y lo científico, interesándose por lo natural, lo humano y lo orgánico, por lo físico y lo metafísico. La artista parte de lo simple, trascendiéndolo para explicárnoslo y depurándolo para hacérnoslo accesible, su visión nocturna penetra en las entrañas del bosque para captar la verdadera sustancia y revelarnos con rigor su genuina esencia, sus virtudes y todos sus posibles males, tratando de hallar esos “claros en el bosque”, esos lugares de encuentro que poseen la espiritualidad no tan obvia de ser espacios de revelación, unos contextos casi mágicos donde lo no evidente comparece y se muestra. Estos bosques y sus claros, ya constituidos como campos de luces y sombras, de conocimiento y estética, también se integran como metáfora de vida, como una vegetación con forma de alvéolos, venas y capilares, que cumple con la función oxigenante de darnos aliento, de hacernos respirar, de renovarnos el hálito viciado y de proporcionarnos algo de aire más o menos fresco. Sobre ese ritmo visual de flujos vitales que viene acompañado por la polifonía barroca “Officium Defunctorum” de Cristóbal Morales (1500-1553), comienza a integrarse la figura humana, en esta ocasión mediante las opacas sombras del público que completan la propia instalación al interponer su física entre la pieza y la luz que la ilumina, añadiendo, así, un nuevo y sugerente registro en el que la posición del hombre oscila entre la capacidad de integrarse y la de sobrecogerse ante una naturaleza que nos inquieta tanto como nos ampara.
Ya en su proyecto el “El hombre invisible” (2003)[10], Amparo Sard introduce en su acervo creativo y expresivo la figura humana representada mediante polietileno, una sencilla silueta que cobra una nueva dimensión gracias a su transparencia, trascendiendo la de mero contenedor y señalando este perfil, no sólo como la forma externa que nos iguala y que nos diferencia, sino también como la frontera y el nexo que nos separa y que nos une del resto de seres y, por supuesto, de nuestro entorno de vida. La artista recurre a lo próximo, a lo cotidiano, a lo sencillo, supera lo evidente para narrarnos lo que hay más allá, lo que esconde la epidermis, con la sutil y simple poesía de quien es capaz de ver lo invisible, comprenderlo, enriquecerlo y comunicárnoslo. Saliendo de nuevo del bosque, las obras de Amparo Sard se han vuelto luminosamente oscuras: cuatro monocromos negros[11] que, por fin, tienen la luz que aporta el conocimiento[12], un retorno al inicio que nos explica que, aunque no son siempre visibles, la sabiduría y la belleza pueden estar en cualquier lado, porque si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.[13]
[1]
Tanizaki, El elogio de la sombra,
Ediciones Siruela, Madrid, 2007, p. 69
[2]
En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los
mismos]. Heráclito, “Sobre la naturaleza.
Doxografía y fragmentos”, Revista de Filosofía, Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica,
Vol. XIV, N. 39, julio, 1976, p. 41
[3]
Como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una
irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa,
de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos
de la sombra. Tanizaki, El elogio
de la sombra, Ediciones Siruela, Madrid,
2007, p. 69
[4]
Nos referimos a unas series de papeles blancos perforados realizadas por Amparo
Sard como, por ejemplo, “La mujer mosca” (2004), “Error” (2007), “Impasse”
(2009), “La otra” (2013) o “Limits” (2014).
[5]
De ello da expresión las piezas en blanco y negro de la serie que Sard titula
“Sights and Shadows” (2015).
[6]
El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar;
desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda
a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y
llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se
encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en
ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que
buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a
buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado,
consabido. María Zambrano, Claros
del bosque, Seix Barral, Barcelona, 1977,
p. 11
[7]
El sustantivo “Lichtung” remite al verbo “lichten”. El adjetivo “licht” es
la misma palabra que “leicht”. “Etwas lichten” significa: aligerar, liberar,
abrir algo, como por ejemplo despejar el bosque de árboles en un lugar. El
espacio libre que resulta es la “Lichtung” (…) lo abierto no sólo está libre
para lo claro y lo oscuro, sino también para el sonido y para el eco que se va
extinguiendo. La “Lichtung” es lo abierto para todo lo presente y ausente. Martin Heidegger, “El final de la filosofía y la
tarea de pensar”, ¿Qué es filosofía?,
Narcea, Madrid, 1980, p. 108-9
[8]
No se trata sólo de la pieza de Sard que aquí nos ocupa, “Paisaje umbrío”,
Capilla de la Trinidad, Museo Barjola, Gijón (2015), sino que también apelan a
esta formalización, mediante una escultura de un árbol realizado en polietileno
sobre cuya superficie se proyectan las luces abstractas del video “Hauptpunkt”:
“Paisatge ombrívol”, Iglesia del Convento de Santo Domingo, Pollença (2013) y
“Pareidolia”, Es Baluard. Museu d’Art Modern i Contemporani, Palma (2013).
[9]
El corazón, centro que alberga el fluir de la vida, no para retenerlo, sino
para que pase en forma de danza, guardando el paso, acercándose en la danza a
la razón que es vida. María Zambrano,
Claros del bosque, Seix Barral, Barcelona,
1977, p. 64
[10] “El hombre
invisible”, Galería Ferran Cano, Palma de Mallorca (2003).
[11] Que
pertenecen a la serie “Sights and Shadows” (2015).
[12]
Ce n'est plus avec du noir que je travaille, c'est avec la lumière. Pierre Soulages en Bernard Paquet, “Pierre Soulages:
entre l’ombre et la lumière”, Vie des Arts, Montreal, Canadá, vol. 40, n° 164, 1996, p. 23
[13]
Jorge Luis Borges, "El Aleph", Narraciones, Salvat Editores, Barcelona, 1982 (1ªed. 1944), p.
71
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