(Mani)obras
intelectuales en cierta oscuridad.
-Texto para el catálogo Espai Quatre 09, Casal Solleric, Palma, diciembre 2010-
Movimiento 1. La
máquina del tiempo (no perdido).
Sólo en el metro me puedo dar cuenta, porque viajar
en el metro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos,
comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he
estado pensando, pensando (…)
si yo pudiera vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y
también el tiempo cambia… Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y
medio… Entonces un hombre, no solamente yo, sino ésa y tú y todos los
muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos
vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa
manía de minutos y de pasado mañana…[1]
La desasosegante velocidad
que nos maneja, el ritmo frenético de la época en que vivimos, la
(des)información global e instantánea, son algunas de las patologías más
evidentes que sufre nuestra convulsa contemporaneidad. Buscamos la velocidad
como si de una virtud se tratara, lo queremos todo rápido, lo queremos todo
ahora, lo queremos todo ya; y una vez alcanzada la urgencia, la aceleración nos
supera, nos desubica, nos anula[2].
Padecemos de velocidad, de una velocidad trepidante, alienante, urbana e
inhumana a la que nos unimos –en un extraño contrasentido- para viajar cómodos,
para no ir solos, para pensar menos; una inaudita velocidad de crucero que
cronometra nuestras vidas y, a la vez, un ritmo extenuante con el que las vamos
perdiendo, sin sacarles todo el provecho, sin apenas darnos cuenta[3].
Esta inercia
desaforada nos prohíbe parar, nos impide mirar con la suficiente atención,
evitando la tranquilidad necesaria para la reflexión y convirtiéndonos en unos seres
completamente superficiales, meramente epidérmicos que en el mejor de los casos
han recibido un barniz diluido de lo que estuvo un segundo a nuestro lado y
apenas pudimos percibir. Este vertiginoso convoy nunca se detiene y el que se baja
en marcha puede y suele perderse. El poeta, el escritor, el investigador, el artista
–los de verdad- pisan el freno, asumiendo el riesgo y concentrando su atención
en lo que les interesa, examinando, analizando, componiendo y recomponiendo;
construyendo, creando y recreando; mientras dejan que los tiempos transcurran
con el apresuro que nosotros mismos les hemos ido imprimiendo. Estos seres de
ritmo propio y mentalidades heterogéneas van recorriendo, con la calma que al
resto nos falta, los caminos que esa agotadora velocidad había ocultado, demostrando
que en esta época sin sosiego lo más inteligente es pararse y pensar.
Subterráneo, algo
oscuro, más cerrado que abierto y de presencia en absoluto neutra –lejos del
usual y anodino cubo blanco- el Espai Quatre comparece al margen de la ansiedad
de estas velocidades; una singular cámara del tiempo, del tiempo ganado tras la
senda de los artistas que lo intervienen, mientras ellos –y nosotros- vamos explorando
nuevas vías, planteando algunas dudas, hallando otras realidades. Un peculiar
laboratorio que permite y elogia cierta pausa, que proporciona conocimiento
desde el propio seno de la vorágine urbana –desde sus mismas entrañas- con una
necesaria conexión con la realidad que lo envuelve, pero también, lo suficientemente
aislado del excitado y perturbador trasiego contemporáneo como para mantener su
propia autonomía, aquella que, en esencia, logra definirlo. Un lugar idóneo
para reflexionar, desde dentro y
hacia fuera, en un espacio que se mide con tiempos, seres y haberes muy
diversos.
Precisamente Espacio
rápido, la intervención que José Maldonado plantea
para el Espai Quatre, pudiera expresar esta curiosa paradoja temporal que posee
el antiguo aljibe que le da cobijo: un lugar donde el tiempo real se estira
hacia la calma y se comprime hasta lo instantáneo, mientras nos permite gozar
de aquellos otros tiempos, más flexibles, menos globalizados[4],
que cada artista concibe. La sangre grafitera que
corre por las venas de Maldonado se excita con la presencia potente y atávica del
muro desnudo del Espai Quatre; una excitación que se revela en el movimiento
convulso de su cámara, una cámara que recorre de forma frenética la
arquitectura de la sala, sus texturas, sus marcas, haciendo un resumen de lo
que ha sido y, sin tener más certeza que el propio precedente, estableciendo un
anticipo de lo que esta materia será. Cuatro proyecciones de estas grabaciones
de vídeo, a diferente ritmo pero siempre rápido, que se encargan de mostrarnos
con evidencia y flagrancia como media hora puede caber en cinco minutos y como
el tiempo, por supuesto, es relativo y no absoluto.
Movimiento 2. Imágenes
para la devoción (imágenes hasta la nausea).
En el Estado videocrático, con su política
histerizada por las imágenes, el ciudadano, completamente desubicado, termina
por fijarse en cualquier parida.[5]
Relativa como el
tiempo es también la realidad, cualquier realidad con sus innumerables representaciones,
porque en una era completamente virtual, escrita y transcrita, interpretada y
reinterpretada, todo se multiplica y se divide necesaria e innecesariamente. El
propio Maldonado nos deja una conveniente expresión de esta propagación de las
imágenes hacia el infinito, de esta diáspora de la realidad que se convierte en
abundantes representaciones de la misma y que generan, a su vez, nuevas realidades
–virtuales o no- mediante la reproducción material del espacio físico que acoge
su obra, este aljibe del Espai Quatre, que pasa de ser un mero contenedor cavernoso
a sujeto y objeto de su creación. Una afortunada mitosis que va confirmando, mientras
multiplica el espacio por cuatro, cómo el poderío de los medios puede elevar
hasta la máxima potencia, en número e incluso en rango, cualquier realidad,
cualquier imagen, cualquier lugar, ser o estar.
Y es precisamente
esta facilidad (re)productiva, ese tan manoseado todo al alcance de todos, lo
que nos ha hecho aumentar hasta el infinito el inagotable y actual acervo de imágenes
que nutre nuestras retinas y, por extensión, todo el arte contemporáneo. Un
catálogo insondable que se ha ido componiendo a partir de las sucesivas
aportaciones que con el devenir de las épocas, las culturas, los colectivos y
los individuos, va recibiendo nuestro global e inconmensurable repertorio visual
y conceptual de todas las imágenes. Un inventario que no sólo nos ayuda a
entender lo que pasó, sino que también nos habilita a comprender lo que se está
haciendo, mientras va conformando un dinámico vocabulario, más o menos completo
y en constante regeneración, del que se van nutriendo –reconociéndolo o no- los
nuevos creadores de imágenes, a veces, también artistas. Un patrimonio de
extraordinaria riqueza y abundante hastío que, mientras va multiplicando los
elementos que lo componen, va acercando a lo incuantificable las ilimitadas
combinaciones que entre ellos pueden darse.
De una parte muy
concreta y vigorosa de esta extensa nómina de imágenes que la historia del arte
va generando –en ocasiones acompañadas de conceptos- es de la que se vale Germán
Gómez para desarrollar su proyecto en este sugerente espacio que nos ocupa; una intervención en la que traslada
los condenados del Juicio
Final que realizó Miguel
Ángel Buonarroti para la Capilla Sixtina a su propio discurso contemporáneo. Para
ello ha seleccionado algunas de las figuras de los citados frescos, aislándolas
de su influyente contexto, con el objeto de fotografiar con las mismas poses a
personas que sufren el rechazo de nuestra sociedad, ya sea por cuestiones
de raza, orientación sexual, pensamiento, enfermedad o minusvalía. De nuevo un
artista que emplea –aquí de manera afortunada- el imaginario preexistente,
reconocible y reconocido, para construir su propia reflexión: una semblanza deliberadamente
ingenua que utiliza con el fin de dejar patente, aún más si cabe, estos
supuestos de exclusión.
Sin embargo los problemas
de tan extensas posibilidades icónicas surgen, precisamente, por su
extraordinario caudal, unas complicaciones que concurren por exceso, por
defecto y por su mal uso. Como en un enorme bufete en el que la variedad de
platos es enorme, el creador bulímico coge de todo sin seleccionar nada, el
apocado se deja intimidar por la calidad y cantidad de lo producido anteriormente,
mientras que el irreflexivo va picando un poco de aquí y un poco de allí,
generando, sin añadir, un refrito incomestible de lo ya realizado, donde las autorías
suelen quedar difuminadas y la verdadera creatividad por los suelos. Sólo el
artista con idea y criterio se vale correctamente de los elementos que la
evolución de las plásticas pone a su alcance para lograr una producción que
dote a sus obras de aportaciones personales, huyendo del apropiacionismo sin escrúpulos y del remix sin contenido
de un dj que, en más ocasiones de las que debiera,
ni siquiera conoce las canciones que mezcla[6].
En este contexto
profuso, José Ramón Amondarain, va dejando en evidencia la vasta amplitud de
este imaginario, los curiosos caminos para su gestación y algunos de sus
singulares usos donde el azar, la costumbre y la razón se van combinando
indiscriminadamente. El artista establece un juego de asociaciones que se
encarga de construir un itinerario cualquiera por algunos de los flujos de
imágenes, cotidianos o extraordinarios, con los que cada día convivimos,
retroalimentándose en un bucle sin fin donde la realidad inspira a la obra de
arte, para ser, posteriormente, la obra de arte la que influya en muchas de estas
nuevas realidades. Pandemia icónica –que así se
llama la intervención- expresa su propia evidencia a partir de la rotundidad y del
acierto de su título, una inteligente combinación de palabras que indica
claramente la intención de un creador que no huye del componente lúdico,
azaroso y premeditado en las obras que plantea. Una sofisticada gestión de
imágenes, creando vínculos visuales y conceptuales a partir de la plasmación de
una extensa miscelánea, que puede reforzar o modificar la percepción que, todos
y cada uno de nosotros, teníamos de las mismas.
Movimiento 3. El
dedo (del arte) en la llaga.
Las vanguardias se rebelaron en nombre de la
libertad contra la tiranía, pero en la actualidad el arte se ha hecho manso,
repetitivo, fácil y ha generado su propia industria. El rebelde se ha
convertido en colaborador. El sistema social invisible del deseo lo deglute
todo.[7]
Así, muchos de los
creadores que pululan por el escenario de las plásticas, enfermos de velocidad,
saturados de posibilidades y confundidos en sus objetivos, se postran de rodillas
ante la intransigente infraestructura del arte y, por extensión, ante todo
aquello que la rodea. El deseo de medrar, el afán de conseguir y la evidente
dificultad de las plásticas para generar sus propios recursos, provocan, en
demasiadas ocasiones, que el artista pacte su propuesta con el todopoderoso sistema a cambio de la financiación suficiente para alguno de sus proyectos, y
el sistema, como no, se aprovecha de esta debilidad
para lograr su beneficio: creativos domesticados que ponen sus ocurrencias al
servicio de los intereses del mejor postor o artistas que mediatizan sus obras
para ajustarlas a los deseos del pagador –un colaborador necesario y casi
siempre público- que permite, desde su posición de dominio, una crítica fingida
y absolutamente controlada.
El que paga manda y
a la vez confunde y atonta, mientras tolera un juicio aparente, meramente superficial
y servil, que evita que los foros consagrados a la expresión artística acojan aquel
análisis que cuestiona los valores, examina las ideas, los hechos y las acciones,
incluso poniendo en duda algunos de nuestros principios más arraigados. Un
teatro de falseada libertad donde lo sumiso y lo consensuado campan a sus
anchas, ocupando el espacio que la invectiva sincera, pura y genuina debería
haber obtenido. Sin duda el irresistible rodillo envilecedor de la política y
de lo políticamente correcto también pasa sobre el arte, haciendo renunciar a
la crítica verdadera a cambio de la financiación suficiente como para poder
materializar unos proyectos de los que previamente se han eliminado todos los
contenidos que pudieran resultar inoportunos, una censura contemporánea que,
para evitar molestias innecesarias, niega estos mismos recursos a todos
aquellos que no quieran someterse a sus exigentes y desapasionadas premisas.
Y es de este modo, tan
peculiar y sibilino, como la manifestación artística se va vaciando de cualquier
concepto interesante y, completamente aburguesada, queda reducida a la mera
función propagandística, sin apenas calado, del que crea y sobretodo de aquél
que paga[8].
Lejos de estas posturas acomodadas –desgraciadamente más como excepción que
como regla- comparecen estas propuestas que frecuentan el Espai Quatre y, de
forma muy especial, la intervención de Fernando Sánchez Castillo titulada Los
reyes no son los padres. Un proyecto donde el artista
da visibilidad a las manipulaciones que sufrimos desde el poder, desde todos
los sucesivos poderes, los actuales, los pasados, los buenos y los malos, que en un afán de
controlarnos tratan de evitar una reflexión que, casi siempre, les deja en
evidencia. Sánchez Castillo mete el dedo del arte –de su arte- en todas las
heridas, incluso en las que ya creíamos tener cicatrizadas.
En su video llamado
Táctica, después de numerosas gestiones
burocráticas, dos invidentes palpan un busto de Francisco Franco que ha
permanecido oculto durante años en el armario de alguna institución mallorquina,
una pieza que deja constancia de que la superación de anteriores políticas –como
la dictadura que sufrió España- no ha llegado a consumarse del todo ya que la
estrategia de asimilación se basó en el silencio y en la ocultación más que en
la madurez y en la digestión. Una creación que aparece acompañada de toda una
imaginería de la resistencia, en bronce y a modo de estatuas enaltecedoras, con
las que se encumbran barricadas, neumáticos, cócteles molotov, piedras,
megáfonos y algunos otros elementos del contrapoder hacia una posición de
simbología dominante, como si un poder que sucede al actual, y todavía
desconocido, las reivindicara como sus nuevos iconos de propaganda y culto, unos
bronces realizados con la materia fundida de aquellos iconos reutilizados,
desacralizados y completamente obsoletos, de un pasado tan reciente que, en
realidad, se confunde con la contemporaneidad.
Epílogo poético.
Malos tiempos (para la lírica).
Y en esta época de velocidades
extenuantes, cobardías varias y aplastantes realidades, donde lo tangible, lo
consumible y lo fácilmente comestible, digerible y excretable, ocupan, con muchísima diferencia, la cúspide en el escalafón de
intereses de los individuos primermundistas, no es
difícil suponer que corren malos tiempos para la lírica. Aquí y ahora la física
vence a la metafísica, los cuerpos pueden con las almas, y el dinero, sin
apenas excepción, con los principios más inquebrantables. Por supuesto el arte
contemporáneo, que con su singular porosidad absorbe todo lo que le rodea, se deja
corromper por todos estos factores con la misma facilidad que un pedazo de
carne al sol del verano. Algunos heroicos resistentes –conociendo que la
verdadera esencia de las cosas casi nunca se puede tocar pero se suele poder
sentir- tratan de quitarnos la venda de este materialismo dominante y alejarnos
de la superficialidad de lo banal en una misión prácticamente imposible. Una
difícil tarea en una sociedad que, para nuestra desgracia, lo mide todo en
euros, litros y metros, y rara vez en sensaciones, emociones y sentimientos.
Esther Ferrer es una de esas heroínas de lo cotidiano, resistente del arte, que pretende y consigue desmantelar toda esa prosaica infraestructura que nos ciega, para hacernos sentir la poesía de lo que nos envuelve y que apenas percibimos en este ofuscamiento contemporáneo que todos padecemos. Desde un instante, un movimiento, una situación, hasta una cosa bella, una reivindicación social, una cuestión política, pasando por lo casual, lo estético o algo curioso; cualquier elemento puede ser el origen de una de sus creaciones. Fotografías manipuladas, instalaciones o performances, se ponen al servicio de la artista para construir una de las trayectorias más influyentes del arte contemporáneo español. Un camino pleno de concepto, reivindicación y belleza que deja evidente constancia de porqué el arte contemporáneo no puede –ni debe- tomar asiento.
Un tránsito permanente
de lo material a lo inmaterial que nos transmite mediante su instalación para
el Espai Quatre titulada La parte de los ángeles[10], donde unos vasos que contienen diferentes
alcoholes de variada cromática se van evaporando a medida que van cediendo a los
mencionados ángeles la dosis oportuna. Una intervención que nos transporta
sugerentemente lejos y físicamente cerca: la poesía está aquí y Ferrer, con
pasión y efectividad, nos la muestra. Sus instalaciones, sus performances,
inician su evocación desde lo próximo, porque entre la realidad más sórdida y
lo ordinariamente extraordinario apenas hay distancia, un estimulante viaje por
la ribera de la ensoñación diaria, por la magia de lo habitual y por la
fantasía de lo cotidiano, para el que la artista se vale de un interesante
vehículo, de unas obras completamente abiertas a la contemplación,
interpretación y a la propia imaginación del espectador. Una búsqueda que, con
generosidad, nos regala; el artista abre la puerta de la poesía cotidiana, nos
permite colarnos y, libremente, transitar y disfrutar de una magia y de una
belleza que, a pesar de estar casi siempre a nuestro lado, nos había pasado
completamente inadvertida.
[1] Julio Cortázar, El perseguidor, Alianza,
Madrid, 1993, p.22.
[2]“Es obvio que esta pérdida de la
orientación, esta no-situación, va a anunciar una profunda crisis que afectará
a la sociedad y por lo tanto a la democracia. La dictadura de la velocidad al
límite chocará cada vez más con la democracia representativa”. Paul Virilio, “Velocidad
e información. ¡Alarma en el ciberespacio!”, artículo recogido en la
publicación mensual Le monde diplomatique, París, agosto, 1995.
[3]“La sociedad del deseo no favorece un debate brioso y lúcido sobre
nuestro futuro, porque, intoxicada de comodidad, nos aprisiona en el presente y
nos hace crédulos, sumisos, satisfechos y desesperanzados. Se actualiza la
leyenda de los esclavos felices. Platón, el gran Platón, vuelve para contarnos
el mito de la caverna. Nuestros deseos no son nuestros, sino producto de una manipulación
astuta”. José Antonio Marina, Las arquitecturas del
deseo, Anagrama, Barcelona, 2007, p. 190.
[4]“Lo que está siendo efectivamente
globalizado es el tiempo. Ahora todo sucede dentro de la perspectiva del tiempo
real: de hoy en adelante estamos pensados para vivir en un sistema de tiempo
único. Por primera vez la historia va a revelarse dentro de un sistema de
tiempo único: el tiempo global. Hasta ahora la historia ha tenido lugar dentro
de tiempos locales, estructuras locales, regiones y naciones. Pero ahora, en
cierto modo, la globalización y la virtualización están inaugurando un tiempo
universal que prefigura una nueva forma de tiranía”. Paul Virilio, “Velocidad e información. ¡Alarma en el
ciberespacio!”, artículo recogido en la publicación mensual Le monde
diplomatique, París, agosto,
1995.
[5] Fernando Castro Flórez, “La tentación virtual” artículo recogido en el
suplemento ABC D las artes y las letras, Diario ABC, Madrid, 22 de septiembre de 2007, p. 5.
[6]“El artista actual está condenado a copiarse
a sí mismo o bien a reprogramar obras existentes (…) Se utiliza lo dado en una estrategia semejante
a la del sampler: el artista es un
remixador”. Fernando Castro
Flórez, “¡Qué pantano!”, recogido en el catálogo Espai Quatre 05, Palma, 2006, p. 164.
[7] José Antonio Marina, Las arquitecturas del deseo, Anagrama, Barcelona, 2007, p. 191.
[8] Rafael Sánchez Ferlosio ya señalaba el fenómeno de la actomanía, donde la cultura queda reducida a la mera celebración de acto
cultural, o lo que es lo mismo, identificada con su estricta presentación
propagandística, la más llamativa pero la de menor contenido. Rafael Sánchez
Ferlosio, “La cultura, ese invento del Gobierno”,
artículo publicado en el diario El País, Madrid,
22 de noviembre de 1984.
[9] Jean Cocteau, Opio. Diario de una desintoxicación, MCA, La nave de los locos, Valencia, 2002, p.119.
[10] Nombre que se da, en el proceso de elaboración de determinados
licores, a la evaporación de parte del alcohol que contiene el destilado, entre
un uno y un dos por ciento al año, mientras van envejeciendo en sus barricas.
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