Albert Pinya - Allegra Ravizza



La rata goes to Milano (II).
-con motivo de la exposición de Albert Pinya en la Allegra Ravizza art project de Milán-*

Capítulo XIII. Seguimos. Al final yo no soy tan malo y él, por supuesto, tampoco es tan bueno. Sonó la locución avisando del embarque para Milán y decidí despertarlo, los aviones se cogen o no se cogen y nosotros pusimos rumbo a Malpensa. Un viaje que son dos años y una exposición que lo demuestra. Durante el vuelo saqué un lápiz y una libreta, “escribe lo que quieras” –me dijo- “lo que te dé la gana”, “sé experimental”. Dudé sobre si Albert sería capaz de publicar todo lo que se me pasara por la mente, bueno, en realidad pensé si tendría huevos para hacerlo, pero cuando escribo soy mucho más fino que cuando pienso, si no, que se lo pregunten a mi conciencia.

Desde aquel laboratorio de 2008 en el que la mierda de artista se ponía en vitrina y pedestal, bastante ordenada y bien clasificada, donde el kebab y el whisky comparecían como germen creativo, como proceso de vida y como pieza final, orinada, defecada a lo Manzoni, aunque, por aquello de la transparencia, metida en botes de cristal; hasta llegar a este 2010 de tragedias y ratas judías que ahora recién abandonamos, han pasado algunas cosas pero todavía tienen que ocurrir muchas más. En ese peculiar laboratorio, Pinya, les puso narices de payaso a casi todos los que entraron, bastantes de ellos se las dejaron colocar con una carcajada idiota, otros, los menos, con una sonrisa cómplice; un taller donde el artista –y nunca mejor dicho- mostraba las entrañas de sus mecanismos vitales, creación y digestión incluidas.

Continúa la comedia y también la tragedia, quiere ser dramaturgo, escenógrafo y payaso –pero no a lo Berlusconi- casi siempre consigue lo que pretende, aunque yo, todavía, sigo esperando a Godot. Las escenografías son más del teatro y él, sin duda, es más de las plásticas. Pinta, luego existe, y vive para luego pintar. Como es un moderno también hace intervenciones site-specific, recrea ambientes, atmósferas, audiovisuales y cosas de esas; me suelen gustar, debe ser que yo, en el fondo, también soy un moderno. Ahora se ha puesto misterioso, un poco esotérico, magia blanca y magia negra, el bien, el mal y el punto preciso donde ambos se encuentran, esa zona de ambigüedad que frecuentan los genios, pero también, cuidado, los mentirosos más hábiles, los más crueles.

David Lynch es un genio, lo de Albert está por ver, quizás, simplemente, sea un mentiroso más, o puede que no. El bosque da cobijo a esos lugares de incertidumbre, le da cobijo al propio Lynch, a sus historias, a sus personajes y a sus carreteras perdidas, a la vida y a la muerte, al sexo. Allí todo se torna difuso y se tolera el juego, permite la creación, la duda y también la certeza. Pinya coge los senderos que se bifurcan y los transita, nos sitúa y nos desubica. En ocasiones los árboles no nos dejan ver el bosque, en otras el caos ordenado del bosque no nos deja ver los árboles; el individuo, el colectivo y la sociedad; el objeto adorado, intervenido, ensamblado, manipulado, degradado y todo su espléndido culto pagano, un santuario donde la cabeza borradora guarda muchos de sus fetiches más preciados y algunos de sus mejores despojos, mientras deja en evidencia que, sin duda, la rata ya estuvo allí.

*Publicado en el catálogo de la exposición "Pinto luego existo. Capítulo XIII, el dramaturgo y el clown" editado por Allegra Ravizza Art Project, Milán, marzo de 2011.

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