Salvador Jiménez Donaire - "La lentitud de las piedras" - Fundación Martín Chirino - Las Palmas


Un elogio de la calma y de lo sutil*


*texto publicado en el catálogo de la exposición La lentitud de las piedras de Salvador Jiménez Donaire para la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino de las Palmas de Gran Canaria, diciembre de 2022 - enero de 2023.

 

Fernando Gómez de la Cuesta

 

El trabajo escultórico exige llevarse bien con la soledad. Es una labor de insistencia, de estar[1].

 

Resulta difícil escapar de la frenética vorágine contemporánea, dar un paso hacia una dirección distinta y observar lo que sucede desde otra perspectiva, con otro ritmo, a otra distancia. Buscar la calma, reivindicar la lentitud, defender la importancia de lo leve, de lo sutil, apostar por el trabajo, por el esfuerzo, por la profundidad, son actos de resistencia en esta era excesiva y obsesiva de estímulos vacíos e indiscriminados, de velocidad opresora y desmesura alienante. Salvador Jiménez-Donaire (Sevilla, 1994) entiende el acto de crear como un ritual, como un camino alternativo, como una forma de registrar el tiempo, de medirlo a base de labor artística y de conocimiento sensible, de constancia y de repetición. Los procesos de Jiménez-Donaire examinan la pausa, la paciencia y la insistencia como estrategias plásticas para prolongar la experiencia perceptiva dentro de un contexto sociocultural que comprime el tiempo -por aceleración- y automatiza la mirada -por saturación-[2].


 

Empecemos por esa urgencia que nos desborda, por esa dictadura de la velocidad al límite que describía Virilio[3], pero hablemos también de esa calma, de ese empeño y de esa profundidad que el artista antepone al vértigo contemporáneo como una manera de ser y de hacer. El exceso de posibilidades y de medios, esa apariencia irreal que nos sitúa como capaces de (casi) todo, nos desconcierta mucho más de lo que nos habilita, nos deprime en lugar de estimularnos. En realidad, en esta era de pretendida y pretenciosa omnipotencia, resulta muy difícil discriminar lo que proviene del obsceno poderío tecnológico y lo que emana del trabajo esforzado, del talento extraordinario o de la genuina sensibilidad humana. Sumidos como estamos en la premura de los tiempos y en las insondables habilidades de nuestros dispositivos, no somos capaces de distinguir lo complejo, lo interesante o lo excepcional para desvincularlo de esas ocurrencias insustanciales que nos tienen ocupados y sepultados[4].

 


Sin embargo, Jiménez-Donaire marca un ritmo diferente, a contratiempo, una cadencia que evita la desorientación y el desespero. Dice el artista que le interesa la potencialidad de la pausa y la espera contemplativa, una forma de resistencia que se opone a las políticas de rendimiento actuales en las que, cuanta más velocidad, más producción[5]. Un modo de hacer que exige detenimiento y atención, que nos permite separar lo esencial de lo accesorio, la aportación valiosa del relleno intrascendente. Pocas vacuidades, o quizá ninguna, se resisten al tamiz de la observación inteligente, reposada y aguda. Por ello Jiménez-Donaire aplica en su práctica las nociones de paciencia, de continuidad y de repetición, recreándose en las transiciones, en los intervalos, en esos lugares donde las cosas son aún inciertas[6]. Unos espacios residuales en los que el tiempo y las definiciones no se han consolidado, en los que la labor no se ve afectada por la exigencia de una velocidad determinada, donde el trabajo no se encuentra obligado por una rentabilidad material ni por una lógica de mercado, un contexto al margen de esos ecosistemas sociales que marcan plazos extenuantes y objetivos ambiciosos para considerarnos seres activos y productivos en una despiadada estadística que, entre otras cosas, nos desnaturaliza.

 

Jiménez-Donaire formaliza ese otro ritmo disidente y resistente gracias a una investigación profunda, a una concienzuda labor de repetición de ciertos elementos que le interesan y a unas sutiles y sensibles variaciones sobre los mismos. En las esculturas, en las pinturas, en los dibujos de este proyecto titulado La lentitud de las piedras, el artista realiza una acción mínima pero tenaz, interviniendo todas las piezas con una retícula de líneas verticales y horizontales trazada a mano, una estructura que se expande repetida en su módulo hasta los límites de cada soporte. Jiménez-Donaire plantea su práctica artística como una manera de registrar el tiempo y el esfuerzo, midiéndolo en base a la cantidad objetiva de trabajo aplicado, en horas, en minutos, en metros cuadrados, en centímetros manipulados, en número de líneas incisas, marcadas, pero también apelando a otras cuestiones más difíciles de contabilizar, aquellas que suman volumen y contenido inmaterial a la obra: la dificultad en la obtención de una idea, el complejo discurrir de una investigación, los necesarios tiempos residuales, el descanso, el ensayo, la prueba, el acierto, el error o el personal e intransferible ritmo de inspiración, son un cúmulo de magnitudes que consiguen que cada segundo de creación tienda al infinito[7].      



La lentitud de las piedras se compone de una serie de esculturas en alabastro azul y rosa con algunas caras pulidas de manera concienzuda y artesanal por el artista, unos pequeños cuadernos blancos reticulados a mano y un conjunto de pinturas, algunas de gran formato, realizadas sobre papel japonés kozo intervenido mediante veladuras de gesso y pigmentos extraídos de piedras semipreciosas como la sodalita. En su pintura, en su escultura y en su dibujo, Jiménez-Donaire busca superficies estables, aunque sutiles y bellas, sobre las que reproduce a mano cientos de líneas a punta seca, un proceso lento y agotador que exige de una perseverancia física y mental en la que cada trazo inciso representa el tiempo, el conocimiento, la sensibilidad y el esfuerzo invertido en todas esas piezas. La ejecución de la propuesta mediante este proceso de mark-making supone un ejercicio minucioso que demanda calma, atención y resistencia, un trabajo que cristaliza la tensión entre iteración y mutabilidad, entre lo sistemático y lo manual, entre la perseverancia y el agotamiento, entre lo monótono y lo hipnótico, entre el aburrimiento y el estímulo, una manera de proceder extenuante pero también reparadora[8].

 

La retícula que aparece en todas las obras de esta propuesta sirve para medir y ordenar, pero también para acotar un contexto y fijar un posicionamiento. Al igual que sucede con las murallas del Castillo de la Luz en Las Palmas -el histórico emplazamiento que ha acogido esta residencia de investigación y la exposición resultante- la estructura que construye Jiménez-Donaire habilita un lugar de reflexión al margen de la vorágine actual[9]. La evidente coincidencia formal entre la trama de los muros y la de las piezas que componen este proyecto se extiende a lo conceptual desde el momento en que ambas cuadrículas delimitan un ámbito de pensamiento alejado de la barbarie, un entorno protegido, más o menos seguro, donde las nuevas violencias contemporáneas tienen difícil acceso[10]. Este castillo -sede de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, titular de la presente beca- contiene en las propias entrañas de su arquitectura una importante selección de esculturas del reconocido artista canario, unas piezas que demuestran su interés por el trabajo, por el esfuerzo, por reivindicar otros ritmos, otros tiempos, a la vez que manifiestan su gusto por la variación sutil de todos esos módulos recurrentes que dan forma a sus obras, unas características constantes para una creación sobria, equilibrada y serena que ha influido en la propia investigación de Jiménez-Donaire.

 


El sofisticado arcaísmo de artistas como Rafael Canogar, Antonio Saura, o esa trama luminosa[11] que aflora en muchas de las pinturas de Fernando Zóbel, también comparecen en los proyectos de Jiménez-Donaire. Es precisamente la sutil levedad de las obras de Zóbel la que nos pone sobre la pista de otro de los elementos definitorios de La lentitud de las piedras: una reivindicación de lo apenas perceptible para llamar la atención de un entendimiento desquiciado por el exceso de estímulos grandilocuentes, hastiado por el espectáculo insoportable, desmesurado y vacío de la contemporaneidad[12]. Nuestro artista apela al gesto mínimo y poético, a la búsqueda de lo simple, de lo sencillo, de la marca, del rastro, del resto, incluso del residuo, para resistirse a la vorágine en un acto de paciente subversión. Jiménez-Donaire concibe la creación como un espacio de espera, defiende la lentitud como la velocidad adecuada, mientras asume lo minucioso, lo manual, como una forma de recorrer el camino contraponiéndose a la consigna del cambio constante e insustancial, al paradigma del abuso tecnológico y a su absurda plétora de imágenes.

 

Ese carácter infraleve que Marcel Duchamp definía como aquello que apenas se nota, como aquello que requiere de toda nuestra sensibilidad para ser percibido[13], es algo que Jiménez-Donaire nos ofrece a través de la ligereza de esos papeles japoneses, de sus veladuras, de su fragilidad, de un movimiento que se contrapone a la dureza estática y arcaica de unas piedras de sutil cristalización casi mineral, unas rocas en las que aflora el oro, la sodalita o alguna tierra volcánica. El carácter orgánico de su veta juega con la geometría de la línea, con el color y con la transparencia. Podría decirse que sus papeles son esculturas que flotan y sus piedras pinturas grávidas y volumétricas que plantean una elaborada metáfora sobre el tiempo en la producción artística contemporánea, sopesando el valor que adquiere en las distintas fases del proceso y en la observación posterior de la pieza. Un itinerario donde los momentos de concentración intensa se suceden con los períodos contemplativos, meditativos, que determinan la construcción y la lectura de una obra de arte, un elogio de la calma y de lo sutil, de la creación y de la espera.



 


[1] Martín CHIRINO en: Virginia COLLERA, “El día que visitamos a Martín Chirino”, Vanity Fair, Condé Nast España, Madrid, 26 de abril de 2019.

[2] Salvador JIMÉNEZ-DONAIRE en: https://www.salvadorjimenezdonaire.com/statement

[3] Paul VIRILIO, “Velocidad e información. ¡Alarma en el ciberespacio!”, Le Monde Diplomatique, París, agosto, 1995.

[4] En el Estado videocrático, con su política histerizada por las imágenes, el ciudadano, completamente desubicado, termina por fijarse en cualquier parida. En: Fernando CASTRO FLÓREZ, “La tentación virtual”, ABC D las artes y las letras, ABC, Madrid, 22 de septiembre de 2007, p. 5.

[5] Link citado [nota 2]

[6] Link citado [nota 2]

[7] Sólo en el metro me puedo dar cuenta, porque viajar en el metro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando (…) si yo pudiera vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia… Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio… Entonces un hombre, no solamente yo, sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana. En: Julio CORTÁZAR, El perseguidor, Alianza, Madrid, 1993, p. 22.

[8] Link citado [nota 2]

[9] En esas fortificaciones vacías, en esa memoria ruinosa, aparece una belleza desconcertante, la posibilidad de habitar y meditar allí donde todo estaba preparado para desplegar la violencia. En: Fernando CASTRO FLÓREZ, Rosell Meseguer. Batería de Cenizas. Metodología de la Defensa II, Ayuntamiento de Cartagena, Concejalía de Cultura, Cartagena, 2005, p. 13.

[10] Las murallas, elementos arquitectónicos que caracterizaron a las ciudades premodernas, además de su evidente función de defensa militar y garantía de la paz civil, que tan útil resultó durante la Edad Media, satisfacen la función simbólica de diferenciación de la barbarie. La ciudad antigua asienta su propia fundación sobre este mito de los bárbaros, y la muralla es el símbolo arquitectónico que expresa la voluntad de la ciudad de “dejar fuera” un tipo de existencia salvaje e insoportable. En: José Luis PARDO, “La ciudad sitiada. Guerra y urbanismo en el siglo XX”, Pensar, construir, habitar. Aproximación a la arquitectura contemporánea, Fundació Pilar i Joan Miró a Mallorca, Palma, 2000, p. 124.

[11] Francisco CALVO SERRALLER, “Zóbel, la trama luminosa”, Babelia, EL PAÍS, Madrid, 15 de marzo de 2003.

[12] Para la gente atosigada de imágenes es muy probable que las puestas de sol luzcan vulgares; ahora se parecen demasiado a fotografías. En: Susan SONTAG, Sobre la fotografía, Edhasa, Barcelona, 1996, p. 95.

[13] Marcel DUCHAMP, Notas, Tecnos, Madrid, 2009.

No hay comentarios:

Publicar un comentario