"Nosotros somos los otros" - Es Baluard. Museu d'Art Contemporani - Palma


"Nosotros somos los otros"*

 

Fernando Gómez de la Cuesta

 

*Texto realizado con motivo de la exposición "Memoria de la defensa: arquitecturas físicas y mentales", comisariada por Imma Prieto y Pilar Rubí, que cuenta con la participación de Lida Abdul, Marwa Arsanios, Roy Dib, Mounir Fatmi, Jorge García, Juan Genovés, Leo Gestel, Patricia Gómez & Mª Jesús González, Petrit Halilaj, Peter Halley, Mestre de la conquesta de Mallorca, Antoni Muntadas, Daniela Ortiz, Tommaso Realfonso, Wolf Vostell y Kemang Wa Lehulere, para Es Baluard. Museu d'Art Contemporani de Palma. Marzo 2021.

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En muchos de sus ensayos, Paul Virilio desarrolló un cuerpo teórico en el que argumentaba, entre otras cuestiones, cómo los proyectos y las tecnologías militares se convierten en elementos fundamentales para el impulso de la historia, para condicionar y dirigir el comportamiento social o, de una forma más concreta, para influir en la arquitectura, en el urbanismo, en su diseño y en su organización.[1] Es cierto que ese gesto tan humano de proyectar y edificar cualquier estructura habitable lleva implícitos muchos de los deseos y de los miedos que el ser padece: un anhelo de protección, de seguridad y de refugio que se materializa en una suerte de arquitecturas elementales que pretenden aminorar el frío, cortar los vientos, evitar que la lluvia nos cale, impedir la enfermedad, conservar el alimento, pero que también se encargan de defendernos del ataque directo del enemigo, de disuadir a las fieras, de protegernos del otro, de guarecernos de todo aquello que desconocemos y que nos infunde temor.[2] Desde la cueva prehistórica escarbada con las manos, desde aquel cobijo precario que se construye acumulando piedras con la fuerza de los brazos y alguna rudimentaria herramienta, nuestros refugios han ido evolucionando a medida que mutaban todos esos peligros de los que queríamos mantenernos a salvo.

Las tipologías constructivas básicas han experimentado un proceso de expansión que las ha hecho progresar desde la caverna, la choza, la cabaña, la casa, hasta conformar la aldea, el pueblo, y alrededor de ellas, la empalizada, la barrera, el muro, siempre buscando el emplazamiento más protegido o aquella cota desde donde otear el horizonte para divisar al adversario con tiempo. Allí surgieron los castillos y se extendió la ciudad al amparo de unas murallas de trazado intelectual, simbólico,[3] cada vez más extensas, con sus paseos de ronda como circuito de vigilancia, con sus garitas como nódulo de control y con unas torres que también aumentaron de tamaño a medida que la ingeniería bélica avanzaba, debiendo albergar artefactos militares de mayor envergadura o repeler una artillería cada vez más pesada, convirtiéndose en baluartes defensivos, en imponentes bastiones cuyo perfil arrogante y disuasorio se erige desde diferentes puntos estratégicos para defenderse de una amenaza tan poderosa como ellos. Una época donde la protección es material, frontal y directa, en la que al peligro se le antepone la masa más rotunda posible, la más gruesa, la más alta, la más dura, la más difícil de sortear, aquella que impide el acceso físico al enemigo y el alcance certero de sus proyectiles parabólicos.

Pero el misil contemporáneo y las máquinas de guerra actuales fueron ganando velocidad, fueron cobrando altura, fueron ampliando sus posibilidades y alcanzando una perspectiva cenital y omnividente que se acerca a la tiranía del control absoluto.[4] En términos de esa dromología que tan bien articuló el propio Virilio, estas fueron algunas de las causas que ocasionaron «la desaparición progresiva de las murallas, de los escudos macizos, la desintegración de las formaciones de combate en unidades pequeñas menos vulnerables, una desmaterialización que afectará entonces al ejército y a su exhibición, al fuerte y a la villa fortificada, a la tropa y al tropero».[5] Aquello que nos inquietaba, nuestros miedos difícilmente superables, empezaron a perder la escala humana, el pánico fue otro, y estas arquitecturas defensivas, cada vez más expandidas, sufrieron un proceso inverso de concentración, de introversión, se cerraron, se enterraron, se bunkerizaron, el terror pasó a ser nuclear, celular, de armas de destrucción masiva, atómicas, químicas, biológicas, la supervivencia no era evitar el disparo o la explosión, sino que se trataba, nada más y nada menos, de sobrevivir al apocalipsis, al holocausto, a la extinción de la especie, un proceso diabólico iniciado por «los otros» pero que nos afectaría a «todos».

Sin embargo, este conflicto fundamentado en una política de bloques adversos, de los unos contra los otros, de los «buenos» y de los «malos», del ataque y la defensa, siempre convivió con otro temor más próximo, más interno, un pavor que se ha ido situando, en un avance constante, desasosegante y enmascarado, como una de las primeras preocupaciones que padecemos. Ahora nuestros principales miedos están junto a nosotros, a nuestro lado, emanan de personas con las que convivimos, que conocemos. ¿Qué ocurre entonces cuando la brutalidad salvaje no está «fuera» sino «dentro»? ¿Qué sucede con todos esos temores intramuros que se refieren a lo indiscriminado del terrorismo, a la masacre, a la matanza, al asesinato, a la violación, a la agresión, al contagio, a la enfermedad y a su transmisión?[6] De nuevo, nuestras arquitecturas y el urbanismo que las ordena va reflejando ese cambio de sensibilidad sobre lo que nos preocupa, las ciudades se vuelven cada vez más ortogonales, ordenadas y asépticas, las calles son más amplias, la luz lo ilumina todo mientras las cámaras lo graban, nuestras casas se convierten en estructuras de cristal que permiten el paso de la mirada, censadas, controladas. Unos espacios que nos obligan a exhibir nuestras conductas, nuestros comportamientos, nuestros actos, nuestras propias vidas privadas.[7]

La muralla, como elemento histórico de cualidades opacas, adolece de la transparencia requerida por el control y la seguridad al que nos somete esta era de la vigilancia, una carencia por la que sufre un proceso de degradación que gira alrededor de la demolición, la tematización turística y el olvido.[8] Mario Benedetti decía que «el olvido está lleno de memoria»,[9] mientras que Fernando Castro Flórez señala que «en esas fortificaciones vacías, en esa memoria ruinosa, aparece una belleza desconcertante, la posibilidad de habitar y meditar allí donde todo estaba preparado para desplegar la violencia».[10] En base a ideas como esa y gracias a que la rotundidad material de estas construcciones impidió, en algunos casos, su destrucción total,[11] todo ello unido a una determinada sensibilidad y a cierta bonanza económica que se produjo hace apenas unas décadas, permitió que algunas de estas arquitecturas militares, que se movían entre el olvido y la ruina, fueran recuperadas como espacios para el arte y la cultura. Una suerte de criptas para conservar el pensamiento, que protegen un bloque de creación, de realidad, que permiten el acceso al conocimiento mientras lo ponen en relación con sus visitantes y con el propio contexto, haciéndolo crecer, investigándolo, fijándolo, proyectándolo y expandiéndolo.

Esto podría parecer un final feliz, un ciclo que se cierra sobre unas estructuras que nacieron con una vocación defensiva y que el imparable devenir ha hecho pasar de mano en mano, de uso en uso, cambiándoles contenido y funciones, utilidad y misiones. Pero como bien sabemos, la historia no se compone de círculos cerrados, sino de espirales abiertas de las que surgen infinitas ramificaciones que construyen diferentes relatos, unas narraciones que pueden pasar por sitios parecidos, pero nunca de la misma manera. Ahora, nuevos peligros acechan, una amenaza reforzada por esta pandemia que está modificando nuestras costumbres, nuestra cultura, nuestra economía, nuestra forma de vivir, nuestra manera de relacionarnos, que está vaciando estas estructuras, por enésima vez, estrangulándolas con su incapacidad para dotarlas y mantenerlas, debilitando su fuerza, dejándolas vacantes para que otros, con el mínimo esfuerzo, accedan. Pasará el tiempo y llegarán esos otros, pero nunca debemos olvidar que nosotros también lo hemos sido. Los otros, en realidad, somos nosotros.

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[1] Entre otros, se pueden consultar, Virilio, Paul: «L’espace militaire». Bunker Archéologie. París: Centre Georges Pompidou, 1975; «El inmaterial de guerra». Un paisaje de acontecimientos. Buenos Aires: Paidós, 1997; Velocidad y política. Buenos Aires: La marca, 2006.

[2] «Sabemos que la arquitectura es, desde los comienzos, la materialización de un deseo dramático de protección y seguridad, una respuesta pánica con respecto al otro que nos parece, en nuestro delirio, destructivo y siempre letal […] una de las más contundentes manifestaciones de ese miedo a lo otro que está a punto de aparecer». En: Castro Flórez, Fernando. Rosell Meseguer. Batería de Cenizas. Metodología de la Defensa II. Cartagena: Ayuntamiento de Cartagena. Concejalía de Cultura, 2005, p. 7.

[3] «Las murallas, elementos arquitectónicos que caracterizaron a las ciudades premodernas, además de su evidente función de defensa militar y garantía de la paz civil, que tan útil resultó durante la Edad Media, satisfacen la función simbólica de diferenciación de la barbarie. La ciudad antigua asienta su propia fundación sobre este mito de los bárbaros, y la muralla es el símbolo arquitectónico que expresa la voluntad de la ciudad de “dejar fuera” un tipo de existencia salvaje e insoportable». En: Pardo, José Luis. «La ciudad sitiada. Guerra y urbanismo en el siglo XX». Pensar, construir, habitar. Aproximación a la arquitectura contemporánea. Palma: Fundació Pilar i Joan Miró a Mallorca, 2000, p. 124.

[4] «Muchas de las vistas aéreas, imágenes de Google Maps y panorámicas de vigilancia no retratan un suelo estable. Así como la perspectiva lineal definía un observador y un horizonte estables e imaginarios, la perspectiva desde arriba establece un observador flotante imaginario y un suelo estable imaginario. Esto crea una nueva normalidad visual cómodamente integrada en la tecnología de la vigilancia donde la antigua distinción entre el objeto y el sujeto se exacerba y se convierte en la mirada unidireccional que los superiores lanzan a los inferiores, una visión hacia abajo desde arriba. Además, el desplazamiento de la perspectiva crea una mirada incorpórea y controlada a distancia, gestionada externamente por máquinas y por otros objetos». En: Steyerl, Hito. «En caída libre. Un experimento mental sobre la perspectiva vertical». Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra, 2014, p. 15-16.

[5] Virilio, Paul. «El inmaterial de guerra». Un paisaje de acontecimientos. Buenos Aires: Paidós, 1997, p. 177.

[6] Cuando la especie humana logró alcanzar la supremacía absoluta e incuestionable, nuestras dosis de agresividad esencial que, hasta ese día, estaban canalizadas mediante una violencia extraespecífica que ya resultaba inútil, cambió de orientación hacia lo intraespecífico e igualmente inútil. El hombre se convirtió en algo peor que un lobo para el hombre, puesto que esa violencia podía no tener ninguna utilidad, sólo el hombre puede permitirse ser cruel, fabricando armas artificiales que, al no ser un producto de la naturaleza, tampoco poseen mecanismos de inhibición natural, cfr. en José Luis Pardo, op. cit. [nota 3], p. 125.

[7] «El orden público reinará si distribuimos cuidadosamente nuestro tiempo y espacio humanos con una regulación severa del tránsito; si estamos atentos a los horarios, a los sistemas de alineamiento de señales; si por medio de un ambiente normalizado la ciudad entera se vuelve transparente, esto es, familiar al ojo del policía». Escrito de 1749 de un oficial de policía francés, citado por Paul Virilio y recogido en: Portillo Aldana, Eloy. Velocidad, tecnología, sociedad y poder en la obra de Paul Virilio y en su crítica. Madrid: UPM. EUIT Telecomunicación, 2010, p. 22.

[8] «En tanto ruinas, estos fragmentos de un orden militarizado alegorizan mundos –diríamos casi también climas– construidos y luego sobrepasados por la dinámica invisibilizadora de lo histórico, que los relega, y los condena, fatal y retóricamente, a la asignificación, a la intranscendencia; mientras se convierten en objeto puro de una demolición inconsiderada, una vez que se los ha utilizado largamente, exprimiéndolos en su tarea de impartimiento de la muerte». En: Flor, Fernando R. de la. Blocao. Arquitecturas de la Era de la Violencia. Madrid: Biblioteca Nueva, 2000, p. 29.

[9] Benedetti, Mario. El olvido está lleno de memoria. Madrid: Visor, 1995.

[10] Castro Flórez, Fernando. Op. cit. [nota 2], p. 13.

[11] «Vestigios banales, estas obras han tornado la simple morfología en taludes, sólo preservados por la dificultad que entraña su demolición. Asombrosos ejemplos de la ceguera de una época acerca de sí misma, estas obras primordiales anuncian, con todo, una nueva arquitectura fundamentada no tanto sobre las facultades físicas, sino sobre el psiquismo. Constituyen una suerte de urbanismo donde el análisis elemental de la realidad social ha quedado totalmente desechado a favor de un hábitat en cuanto que disponible para ser creado conforme a las disponibilidades secretas de los individuos». En: Virilio, Paul. «Arqueología del búnker». Acto. La Laguna: Acto ediciones. Universidad de La Laguna, 2002, nº 1, p. 92.

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