Otra vez el traje nuevo del emperador*
Parece que hayamos urdido un complot, que todo esto del
arte contemporáneo sea una confabulación de alcance global para engañar a los
incautos, que un grupo de vividores nos hubiéramos puesto de acuerdo para hacer
creer al mundo que lo nuestro es fruto de una labor rigurosa, de muchos años de
estudio, de muchas horas investigando desde y en la precariedad, sin los medios
necesarios, ni las infraestructuras, ni los apoyos, sin la comprensión de mucha
gente. Menuda panda de timadores, una hermandad con códigos secretos que quiere
vivir del cuento, que nos guiñamos el ojo entre nosotros antes de empezar a
hablar, disfrazando nuestras ocurrencias como si fueran fruto de un trabajo
bien hecho, de un proceso creativo que aplica formación, conocimiento,
experiencia, tiempo, ilusión y esfuerzo. O estás dentro o estás fuera, decimos
con una media sonrisa prepotente, como si supiéramos de qué estamos hablando,
deseando el fracaso de un interlocutor que nunca descifrará la clave encriptada
necesaria para entrar en nuestra cofradía. Aquí, como en cualquier otra elite
exclusiva, diferente y diferenciadora, el acceso se paga caro.
Menos mal que algunas mentes preclaras, como Avelina,
supieron ver el vaso medio vacío (¿o era medio lleno?) y desenmascarar el timo,
el gran escándalo, sin parar de decir sandeces y obviedades desde sus púlpitos
de telepredicadores cutres y exacerbados, recurriendo a lo fácil, al tópico, al
estereotipo que camufla sus miras estrechas bajo algo que no llega a la
categoría de ironía, ni a ser una crítica, ni a nada que se le parezca, optando
por argumentos que carecen de la profundidad y del rigor necesarios. Mientras,
sus seguidores, una secta de miopes paletos, malos imitadores de lo que ya de
por sí es malo, llegan al insulto y a lo insultante, sin ser conscientes de lo
ineptos que son, de lo imbéciles que parecen, a la vez que repiten en público
el mantra viejuno de su estupidez, armados con los megáfonos de la demagogia y
los micrófonos del oportunismo, una necedad compartida sin leer la noticia, un
retwitteado continuo de descalificaciones, un corta y pega de exabruptos
miserables y de esperpentos vergonzosos.
Algunos espacios para el arte, sobre todo los
institucionales, huelen a la naftalina rancia que está en los bolsillos de los
trajes grises que viste toda esa gente, de ellos y de algunos peores, de los
solapados, de los sibilinos, de los que quieren el código de dominio sin tener
los focos, cuidado con esos, la casta de la caspa, funcionarios de carrera y
burócratas del absurdo que copan los patronatos con 40 años en el puesto, que
sólo genuflexan ante la divina providencia, ante la familia, los cuñados, el
poder y el dinero. Iluminados inmunes e intocables, hacedores de informes
manipulados, con sillas que recuerdan a las de otros tiempos, donde había
cargos vitalicios y responsables irresponsables que no respondían ante nadie,
unos tipos que, en todos esos años, ni están, ni se les espera, ni les interesa
ninguna de nuestras propuestas, nada que tenga aroma a contemporáneo, ni a
arte, ni a cultura, ni a nada. Si por ellos fuera, con sus pantalones subidos
hasta los sobacos, programarían hasta la nausea reproducciones de guerreros de
Xi’an de cartón-piedra o exposiciones de plástico de algún James Bond de pega.
Es allí, en esos lugares y con esos individuos, donde
depositamos nuestro trabajo y nuestro esfuerzo, esa reflexión y esos contenidos
que llevan tanto tiempo acompañándonos, donde ubicamos nuestras expectativas de
resistencia y de activar el cambio. Pero el olor a cloaca debería habernos
puesto en alerta, allí desembocan los sumideros del poder en forma de
propaganda, de foto burda de politicuchos (incluidos los de un cambio que no ha
sido tal, esos que se rasgan las vestiduras con la Ley Mordaza, pero que luego
no escuchan nuestra defensa ni nuestras ideas) y patronos apolillados que no se
preocupan por saber qué carajo estamos haciendo, ni a qué nos dedicamos, ni
quién es el artista, ni lo que hace, no les importa nada, solo la foto, la
prensa, tener una programación, la que sea, y evitar cualquier tormenta,
mientras nos envían presupuestos de miseria para que nos jodamos, para que
continuemos siendo los bufones de sus palacios desde la auténtica indigencia. Y
si nos va bien, bien, y si no, no hay problema, otros vendrán que lo harán por
la mitad de precio, por un cuarto, incluso pagando, y si casualmente no
encuentran a nadie dispuesto, hasta que el hambre haga mella, pues cierran el
espacio y aprovechan para reformarlo, haciéndonos pagar el plato y el pato. Por
que la calidad, el contenido y los criterios es lo de menos, los artistas son
prescindibles, lo que importa es tener una actividad cualquiera, al pueblo
contento y la carte(le)ra llena.
* Publicado en revista Sublime - enero 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario