Le parquet de nos salons (le Radeau de la Méduse)*
En junio de 1816 una fragata de
la marina francesa llamada “Méduse” salió del puerto de Rochefort rumbo a
Senegal. El motivo de su viaje era tomar posesión de aquella antigua colonia
que, tras la Paz de París, era “devuelta” a Francia por los ingleses. Un viaje
de Europa a África marcado por esa voluntad imperialista, de ambición,
invasión, sometimiento, ocupación, usurpación y explotación que lleva siglos
caracterizando de forma unidireccional las relaciones entre estos dos
continentes. El viaje de la “Méduse” acabó frente a las costas de otro país
africano, Mauritania, encallado en unos bancos de arena que la embarcación no
pudo sortear por la impericia del capitán. Apenas cabían 250 personas –de las
400 que viajaban- en los seis botes salvavidas que poseía el barco. La
tripulación decidió improvisar una balsa tan precaria que, cuando sus 150
ocupantes subieron a ella, comenzó a hacer aguas. En esa frágil almadía no
viajaba ningún mando, ni por supuesto el futuro
gobernador de Senegal. La balsa fue arrastrada al inicio por las chalupas, pero
rápidamente los cabos que las unían se soltaron, dejándola a la deriva. El
hambre, la sed, el hacinamiento y el miedo, provocaron la locura, la violencia,
la muerte, el suicidio, el asesinato y el canibalismo. Tan sólo 15 náufragos
sobrevivían cuando, a las dos semanas, fueron rescatados por azar. Unas
miserables tablas de madera sobre el mar se convirtieron en el escenario de una
tragedia fruto de la codicia y de las ansias de poder, una historia que, desde
el principio, deja en evidencia las partes más oscuras de la condición humana,
una vergüenza para un país que acababa de atravesar el Siglo de las Luces.
Poco tiempo después, Théodore Géricault,
decidió coger como tema este dramático suceso para dar forma a su obra más
conocida: “Le Radeau de la Méduse” (1819). En una Europa donde la pintura
histórica se practicaba con profusión, Géricault empezó a abandonar la calma y
el orden neoclásico para meterse de lleno en la
asimetría, el desequilibrio, la emoción y la tragedia, en lo inconmensurable,
lo incomprensible y lo inefable, en lo excesivo y lo sublime, en lo bello y lo
siniestro, unos atributos que terminaron caracterizando el movimiento romántico
y que él emplea de una manera seminal. El cuadro fue presentado en el Salón de
París el mismo año de su conclusión, no dejando a nadie indiferente en una
época donde la evidencia, la frontalidad y el descarnamiento, todavía hacían
reaccionar a un público que, en la mayoría de los casos, prefería la ocultación
hipócrita de los hechos como forma de construcción de la historia, la
invisibilización burguesa como método de elaboración de la doble moral y la
anulación exhaustiva de todas aquellas imágenes que pudieran remover su
conciencia. Considerada una obra maestra, “Le Radeau de la Méduse” fue
adquirida por el Louvre al cabo de unos años, justo después de la muerte
temprana de Géricault, siendo una de las piezas más visitadas y contempladas
del museo.
En la era de la omnividencia
pretenciosa que nos ha tocado vivir, de la saturación obscena y de la
desmesura, lleva tiempo consolidándose un proceso que nos deriva hacia la
insensibilización de nuestras retinas y, por extensión, de nuestro
entendimiento. Ante este frenético bombardeo al que estamos expuestos, apenas
algunas imágenes y conceptos consiguen atraer nuestra atención. Carlos Aires es
consciente de que habitamos en el seno del desbordamiento y de la indolencia,
de que comparecemos sobrepasados, alienados y sin capacidad de asimilar, y de
que la única manera de generar acciones y reacciones, conscientes y
comprometidas, es infiltrarse por los intersticios de un sistema tan pétreo y
homogéneo que no deja espacio para la resistencia. Decía Jean-Jacques Lebel que
“la vida real es el único lugar para generar el cambio”, un planteamiento que,
unido a la transformación social de los últimos cincuenta años, donde lo
político ha ido añadiendo a su debate las esferas de lo individual, lo personal
e incluso lo íntimo, delimitan un marco muy concreto de actuación: la manera de
acceder al ser humano sin quedar sepultados por el marasmo contemporáneo, la
forma de llegar a ese sujeto que puede habilitar la transformación, es hacerlo con
sutileza, casi imperceptiblemente, ya que lo frontal y la desproporción nos
colapsan por un exceso que nos impide ver y asimilar. Es por ello que Carlos
Aires nos habla ahora de otros viajes, de unos realizados tiempo después y
recorriendo los caminos inversos a la “Méduse”, de África a Europa, de la
necesidad más absoluta a la expectativa de supervivencia más miserable. Al
igual que Géricault, él también sitúa su pieza en un salón, en este caso en el
de un hogar burgués con suelo de parquet de espiga, removiendo morales y
éticas, generando el rechazo o la concienciación, la omisión expresa o la
actuación sanadora. Una obra que el artista reubica en la sala de exposiciones,
en el museo –el MACBA de Barcelona la incorporó a su colección hace poco
tiempo- en ese lugar donde el espectador se encuentra pisoteando, con la misma
prepotencia y arrogancia que hace 200 años, las ilusiones de todos aquellos que
se quedaron en la orilla. “Mar Negro” (2012) es un suelo que delimita un
espacio vacío, un parquet realizado con cientos de tablillas provenientes de
las pateras y otras embarcaciones que se
almacenan en un cementerio de barcos de la costa de Cádiz, una superficie
construida a base de los sueños de miles de inmigrantes, una tarima instalada
sobre las vidas de muchos seres humanos, unos individuos maltratados por los
habitantes de un primer mundo sin escrúpulos, unas personas cuyas vocaciones
nacieron y murieron en el Mediterráneo, de nuevo sobre unas miserables maderas
que impiden que nos olvidemos que, todavía, seguimos instalados en la más
despiadada e inhumana de las desvergüenzas.
* Texto publicado en el catálogo editado con motivo de "The Raft. Art is (not) Lonely", Trienal de Arte Contemporáneo, Oostende, Bélgica, octubre de 2017.
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