De vuelta al hogar.
-Texto para el catálogo de la exposición Sediments de los artistas Bonet, Canyelles, Matas, San Martín y Torres en el Centro Conde-Duque de Madrid-
Empezando
por el final de la tormenta.
No nos enseñaron a nadar
y en poco tiempo
aprendimos a ahogarnos.
La espuma era larga,
la cresta amarga y sonora.
Estallaba gota a gota
el aire
contra su propio cadáver.
No nos enseñaron a remar
y el temporal precipitó un naufragio.
La balsa, para la medusa[1].
Comenzaremos
justo aquí, en este momento y en este lugar, en este preciso instante y muy
cerca del sitio donde todo empezó, aquí y ahora. La tormenta está siendo más
fuerte que nunca y ninguno de nosotros estaba preparado, llevábamos ropa cara
comprada con un dinero que no era nuestro y coches descapotables que han
terminado llenándose de agua y hundiéndose bajo el mar; vivíamos por encima de
nuestras posibilidades en casas que siempre fueron de otros, perdimos la
capacidad de esfuerzo, la de crítica y la de autocrítica, ganamos en egoísmo,
en soberbia y en individualismo; habitábamos una gran y maravillosa mentira
construida sobre espejismos malintencionados. No, no estábamos en la mejor
disposición para enfrentarnos a un temporal de esta magnitud, a una tormenta
perfecta diseñada milimétricamente por esa elite de vendedores y compradores de
almas que está al mando de todo, que gobiernan el mundo y no paran de
enriquecerse, que no dejan de someternos ni de humillarnos y que lo hacen ante
nuestras propias narices, sin contemplaciones ni miramientos, sin ningún tipo
de reparo.
Nosotros
tenemos nuestra parte de culpa, hemos pensado que lo artificial era lo natural,
que lo superfluo era lo importante, nos creíamos omnipotentes porque
inventábamos máquinas que parecían serlo, que hacían cosas que no estaban a
nuestro alcance -y que siguen sin estarlo- máquinas que nos desnaturalizan, que
nos separan de lo que tenemos justo al lado, de lo verdaderamente trascendente,
de lo propio, de lo nuestro, mientras nos acercan a las antípodas, al otro lado
del mundo, justo al lugar más lejano del planeta. Máquinas que nos confunden
hasta cegarnos y que convierten en superdotados a los mediocres y en mediocres
a los superdotados, un mundo donde el más tonto hace relojes, un ecosistema
viciado donde todo vale -o valía- donde podíamos comprar cualquier cosa que
deseáramos, lo necesario y lo innecesario, un lugar donde los gobernantes eran
buenos gracias a un dinero ilimitado y ficticio que todo lo conseguía, aunque
fuera de mentira, un sitio donde cualquiera era un gran profesional, un
excelente futbolista, un impecable empleado, un exitoso constructor o un
renombrado creador, un gran artista con tan sólo apretar un botón, un mundo de
eruditos a la violeta[2],
toreros de salón y bufones de corte.
Y
en medio de esta tormenta, cuando muchos de nosotros todavía luchamos contra
las olas, contra olas enormes como la de Kanagawa[3],
algunos clarividentes han puesto rumbo al punto de partida, al lugar donde todo
empezó, al sitio donde éramos felices sin ser conscientes de ello, a aquella
ubicación cercana al paraíso que abandonamos cegados, obsesionados por un
modelo de vida completamente artificial que ahora nos está pasando factura.
Estos visionarios vuelven a casa sobre barcas sin remos, dando paladas con las
manos, vuelven para empezar de nuevo, pero no son los mismos que se fueron, el
paso del tiempo siempre deja alguna ausencia, y ellos, ahora, son todo lo que
han visto, lo que han oído, tocado, comido y sentido, son lo que han mamado y
lo que han vivido, son lo que son. En aquellas pinturas del mundo flotante[4], Hokusai[5]
y compañía, pusieron a salvo de tormentas lo que pensaron que merecía la pena,
lo mejor y lo peor de sus vidas, los restos de sus naufragios. Bonet,
Canyelles, Matas, San Martín y Torres, nuestros cinco supervivientes, dejan sus
sedimentos extendidos sobre la arena de la playa en una isla que les resulta
familiar, al sol, a la vista de todos y al alcance de cada uno de ellos. Restos
de sus vidas, de sus aciertos y de sus errores, señales, sentimientos, rastros
y emociones, que deben servirnos para construir de nuevo nuestro hogar, aquel
sencillo paraíso que, simplemente, nos hacía ser felices.
El jardín de senderos que se bifurcan.
Después reflexioné que todas las
cosas le suceden
a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y solo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me
pasa a mí[6].
Ninguna
vida sigue su rumbo en línea recta, ninguna vida es igual a otra, nuestro
discurrir está lleno de dudas, de decisiones encadenadas y desencadenadas, por
acción y por omisión, nuestros caminos se separan y se cruzan, transcurren en
paralelo y en oblicuo, también en sentido contrario. Cada uno de nuestros cinco
artistas ha trazado su propio itinerario, a veces confluyente y en otras
divergente, ahora se vuelven a encontrar para meterse las manos en los bolsillos,
todos en los de todos, y seguir caminando juntos, pero cada uno a su manera,
continuando su ruta. Sólo cuando se ha alcanzado la madurez, cuando los
complejos han ido desapareciendo, el hombre sabio es capaz de coger de la mano
a otros hombres sabios para crear y para crecer, se acabaron los egos
malentendidos y el celo improductivo, se diluyen las autorías y los
autoritarismos, se valoran las aportaciones en su justa medida y la soberbia va
desapareciendo, ya no hay que dar cuentas a nadie, ahora pueden hacer lo que
les dé la gana y decirlo bien alto, y claro, y a la vista de todos, a plena luz
del día; ellos pueden decir que cinco artistas bien avenidos siempre hacen más
y mejor que uno.
Ir
alejándonos de las personas que teníamos a nuestro lado es otro de esos males
que nos ha dejado esta contemporaneidad frenética, hemos perdido el roce y con
ello el cariño, ya no tenemos tiempo para hablar, para preguntarnos, para
vernos e interesarnos, para tocarnos, lo hemos ido sustituyendo por otras realidades
que han resultado estar vacías, huecas, realidades meramente virtuales. Sin la
suficiente perspectiva resulta difícil saber cuáles serán las consecuencias
exactas de todo esto, pero es evidente que el exceso de velocidad, la
inmaterialidad y la prepotencia, han producido una generación de artistas, de
personas, que tendemos hacia el autismo más ensimismante, nos hemos olvidado de
la gente y eso, sin duda, no trae nada bueno. Bonet, Canyelles, Matas, San
Martín y Torres, son conscientes de la enfermedad y buscan inmunizarse e
inmunizarnos, su plan es sencillo: volver a un hogar que ellos apenas
abandonaron, a un taller sin sofisticaciones que han manteniendo abierto,
tratando de conseguir que recuperemos el gusto por hacer, por compartir y por
mostrar, por lo simple y por lo humano. No hay utopía más bella que la realidad
del hogar, del lugar donde todo es más fácil, de aquel sitio que compartimos
con aquellas personas a las que más queremos.
La utopía, entonces, no se dirige a la realidad
pervertida para tratar de cambiarla, si no a los hombres pervertidos que no
quieren o no pueden cambiar, y que por ello mismo se hacen responsables de una
realidad cuya perversión ni siquiera intentan mejorar[8].
Tras
la tempestad siempre viene la calma, pero también la incertidumbre, la duda
sobre por dónde debemos continuar y la necesidad de hacer cosas para seguir
viviendo, y es entonces cuando reparamos en que la playa está llena de los
restos mutilados de nuestros propios naufragios, nuestra barca chocó contra las
rocas, se rompió en mil pedazos y perdimos gran parte de la carga, da igual,
hacía mucho tiempo que viajábamos con exceso de equipaje. Los sedimentos que
cada golpe de mar va depositando en la orilla se convierten en la materia prima
con la que el náufrago trata de reconstruir su mundo, nuestro mundo, un nuevo
principio tras un abrupto final. Gerard Matas tiene el cálculo del arquitecto,
el equilibrio del malabarista, la precisión del escultor y la sensibilidad del
artista, Matas sabe que las cosas nunca son lo que parecen, sabe mirar y sabe
encontrar, sabe decirnos cuál es el camino o, al menos, alguno de los posibles
caminos. Matas eleva sus hitos en forma de esculturas para que nos sirvan de
guía, referencias visuales plenas de contenidos, y lo hace, y nos lo explica,
de la manera más sencilla. Es preciso que la mirada de algún visionario, de
alguien que ve más allá, ilumine nuestro recorrido, necesitamos faros y hombres
que nos enseñen, que nos recuerden que siempre hay un punto de luz entre tanta
pérdida, entre tanta destrucción, un rayo de esperanza, un estímulo, una verdad
en la que creer para crecer y para crear, una realidad excitante que se
encuentra, curiosamente, justo a nuestro lado, sólo hay que abrir los ojos,
mirar con fuerza y seguir alguna de las innumerables sendas que se nos
presentan.
El
árbol, la barca y el libro, lo elemental y lo sencillo, todo aquello que guarda
alguna de nuestras esencias más preciadas, pero también las más básicas -de aquellas
cosas simples que suelen hacernos felices- son parte de esta realidad cercana
que trata de reconstruir Àngel San Martín. El artista se ha convertido en un
repoblador de este incipiente paraíso y, como buen repoblador, lo hace con sus
manos, y de sus manos salen estos objetos primarios, porque para repoblar en
condiciones se necesita amor y buenos elementos. Un pintor que ahora construye,
que se encarga de dar forma, un escultor reciente que luego da color, pero San
Martín no comienza su viaje desde la nada, parte de los restos de esos bienes
derelictos que esta frenética contemporaneidad ninguneó, destrozó y apartó,
toma como punto de partida lo que la tormenta maltrató y terminó abandonando en
la isla, a golpe de huracán, de tsunami, de calamidad. La paciencia de San
Martín es casi infinita y con ella, y con su pericia y su creatividad, va
dotando del contenido necesario aquellos paisajes que el hombre habitó pero de
los que decidió irse, aquellos pequeños paraísos que tuvimos en nuestras manos
y que no supimos aprovechar. Una labor minuciosa hecha con la evidente
esperanza de que algún día retornemos, de que repoblemos esos lugares
esenciales que nos colmaron de dicha, un trabajo hecho con las ganas de que
volvamos a nuestros orígenes, al verdadero inicio de las cosas, al principio
esencial de cada uno de nosotros.
Las
utopías son complejas por su propia sencillez: hacer las cosas fáciles es un
ejercicio muy difícil porque no todo el mundo es consciente de que el paraíso,
casi siempre, suele estar a la vuelta de la esquina, justo a nuestro lado.
Vicenç Torres compone estos paraísos cercanos y simples sin aspavientos,
aplicando toda su experiencia, dando luz a jardines del edén inesperados por su
sorprendente proximidad, por su modestia, llenándolos de vida gracias a todo
aquello que previsoramente salvó del diluvio, gracias a todos esos seres que
dio cobijo en su arca, en aquella barca que superó la tormenta y desfalleció en
la orilla. Al volver a poner un pie en tierra, Torres, busca refugio, toma como
punto de partida el nido y le devuelve su carácter de espacio para la primera
creación y para su desarrollo inicial, y desde allí engendra vida, sin
sofisticaciones ni estridencias, con germinaciones, fecundaciones y
floraciones; una vida que brota como de un manantial en una extraordinaria
diáspora, como la maravillosa multiplicación de seres y estares, como el
pequeño milagro de la existencia y de todos sus ecosistemas. Los lugares de
Torres son paraísos pero no son perfectos, parece un contrasentido, pero el
edén no tiene porque serlo, el edén es el entorno más adecuado para la vida, el
hábitat en el que tenemos más opciones de ser felices, pero nada que albergue
vida puede ser perfecto, ni siquiera la propia vida lo es. Torres lo sabe y
asume esa imperfección como característica definitoria de sus utopías, de esos
paraísos cercanos en cuya creación tanto se implica.
Precisamente
volver a construir, volver a hacer las cosas con nuestras propias manos, con
nuestro ingenio y con nuestro esfuerzo, es una de las reivindicaciones de estos
pioneros, una de las rutas que nos marcan para que encontremos el camino de
vuelta al hogar. El creador en su taller, el hombre en su hábitat, en un
entorno que le es propio, que le es afín, sin alienaciones ni subterfugios, sin
artificios ni superficialidades, sin confusiones ni desmesuras tecnológicas que
nos desborden, el artista y sus herramientas, sus manos y su cabeza, nada más y
nada menos. Pep Canyelles nació en un taller porque todos tenemos que nacer en
algún sitio, un creador que sabe lo que hace, de lo que habla y lo que nos
cuenta, que no quiere que nos olvidemos de donde venimos, ni hacia donde vamos,
ni por qué. Canyelles es un tipo agradecido, sabe su origen y sabe lo que
quiere, ahora vuelve a un taller que nunca abandonó y nos lo abre de par en par
para que entremos, un espacio íntimo que aquí se hace público. Este escultor
osado decide poner en valor las herramientas con las que lleva toda su vida
trabajando, pedazos de su alma que extiende a las nuestras, les da un papel
protagonista y una oportunidad de ser eternas, de ser otra cosa: son arte, el
mismo arte que siempre han ayudado a crear. Y en la base de sus construcciones,
una caja, pero no una caja cualquiera, sino un contenedor metafísico, el lugar
donde algunas personas queridas, y sabias, van metiendo sus recuerdos, aquellas
ideas que nos harán volver a puerto en cualquier situación, ante cualquier
tempestad, que impedirán que perdamos el norte: unos buenos cimientos y algunos
de nuestros valores, nuestra cultura, nuestra ética y nuestra tradición, así
sea, así es.
Y
es que nadie es nada sin sus recuerdos, sin reconocer de donde viene para saber
hacia donde va. Joan-Ramon Bonet aporta la memoria de las cosas a esta
cosmogonía de lo próximo, a este universo de la más estimulante sencillez que
estos cinco artistas se han empeñado en construir. Su perspectiva completamente
existencialista plantea los objetos como resumen de lo que han sido y como
anticipo de lo que serán, pero también como expresión de todos nuestros sueños
y de lo que ha quedado de ellos. El fotógrafo toma como punto de origen la
belleza, su propia sensibilidad y su deseo de comunicar, para incardinarnos en
esta singular estructura del recuerdo: somos a partir de lo que hemos vivido,
somos según fuimos. Para que nunca nos olvidemos de las cosas realmente
importantes, Bonet, se refiere a la pintura flamenca y al exquisito equilibrio
constructivista, unas composiciones que él lleva hasta el límite fluctuando
entre la simetría y el punto de inflexión de la armonía; imágenes
sobredimensionadas que convierten en grande lo pequeño y en trascendente lo que
nos había pasado completamente inadvertido, enfatizando la importancia de la
memoria, de la experiencia, y concediéndonos un punto de referencia que nos
sirve para poder avanzar sin perdernos en el laberinto. Objetos que resumen una
vida y unas flores que traen el recuerdo de un padre, un lugar al que retornar,
un puerto en el que guarecerse si la tormenta vuelve a arreciar.
Y
un final que es un principio.
Justo
aquí, en este momento y en este lugar, en este preciso instante, nos volvemos a
dar cuenta de que este final no es nada más -ni nada menos- que un nuevo
comienzo, empezamos a tener claro que el propio camino, como señalaba Kavafis[10],
es el mejor de los destinos y el más importante de los objetivos, que todo lo
que hemos vivido será la llave que nos abra las puertas de nuestras Itacas. Los
sedimentos que conservamos, lo que el tiempo y la vida va depositando en
nosotros, son lo que nos permitirá seguir construyendo nuestro propio
itinerario, nuestra personal y compartible poesía de la experiencia, un eterno
retorno, una continua y enriquecida vuelta, que va completando el mundo, que
nos ayuda a crear sus paraísos pero también sus infiernos… Justo aquí y ahora,
en este final que es un principio, de nuevo volvemos a comenzar.
[2]
José Cadalso, Los eruditos
a la violeta o curso completo de todas las ciencias, dividido en siete
lecciones para los siete días de la semana. Publicado en obsequio de los que
pretenden saber mucho estudiando poco, Editorial Maxtor, Valladolid, 2003 (1ª ed. 1772).
[3]
La gran ola de Kanagawa, grabado de Katsushika Hokusai,
Metropolitan Museum of Art, Nueva York, 1830-1833.
[4] Pinturas del mundo flotante o Ukiyo-e, es un género de grabados mediante
xilografía producidos en Japón entre los siglos XVII y XX en los que se
encuentran imágenes paisajísticas pero también de contenido mundano y escenas
de ocio.
[5]
Katsushika Hokusai (Tokio,
1760 - 1849) fue un pintor y grabador japonés, adscrito a la escuela Ukiyo-e,
autor de una inmensa y variada obra. También es conocido por la diversidad de
nombres que utilizó a lo largo de su carrera profesional: Shunro, Sori, Kako,
Taito, Gakyonjin, Iitsu y Manji. Su obra más conocida La gran ola de
Kanagawa pertenece
a su serie de grabados de paisajes Las treinta y seis vistas del monte Fuji,
[6]
Jorge Luis Borges, “El jardín
de senderos que se bifurcan”, Narraciones, Salvat Editores, Estella, Navarra, 1971 (1ª ed.
1941), p. 96.
[9]
Enrique Bunbury y Nacho Vegas,
“Látex”, El tiempo de las cerezas, Emi Music Spain, España, 2006.
[10]
Konstantinos
Kavafis, “Itaca”, Poesías Completas, Hiperión, Madrid, 1997. En este célebre
poema, Kavafis, nos señala la importancia del camino frente al destino final,
constituyendo una bella metáfora de la vida como búsqueda continua y
enriquecedor viaje hacia nuestro último puerto.
Sobre reducidos pensamientos de grandes autores, Gómez de la Cuesta ha creado maravillosos textos.
ResponderEliminarMuchas gracias Ana!! Tus palabras me animan a seguir!
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