Adrián Martínez


Tres escenas para un mismo film (y otros paisajes)*

-Texto para el catálogo de la exposición "Scenes" de Adrián Martínez en la Galeria Ferran Cano-

Gómezdelacuesta


1- Carretera perdida

Me gusta recordar las cosas a mi manera, no necesariamente como sucedieron.[1]


Es de noche, la luz sobre el asfalto en una carretera cualquiera, las líneas discurren, serpentean y se interrumpen en un extraño código morse, no entendemos el mensaje, tampoco estamos seguros de que lo haya. En las curvas los faros del coche iluminan fugazmente el bosque, una ráfaga que hace evidentes algunas formas, una potente luz a gran velocidad que muestra tanto como distorsiona, una metáfora perfecta de nuestra contemporaneidad. En una cadencia frenética entre la realidad y la alucinación, nada es verdad, cualquier cosa depende de la perspectiva, de la intensidad del foco y de la velocidad, de este ritmo endiablado en el que andamos sumidos y que apenas nos permite entender nada. Nuestros vehículos avanzan muy rápido emitiendo demasiada luz, un haz concentrado sobre los puntos de un trazado que no diseñamos nosotros, un contraste excesivo que nos deslumbra más que nos ilumina, una carretera perdida con un recorrido ensimismante.

En la penumbra de la noche la mayoría de nosotros fijamos la vista delante, ni siquiera pegamos una ojeada al retrovisor, mirar por las ventanillas nos aterra, desviarse de la ruta señalada está completamente prohibido, si paras el coche y sales de él quizás no vuelvas. La combinación de oscuridad, luz, velocidad e incertidumbre nos confunde, lo que ocurre fuera de nuestro vehículo escapa al control extenuante al que estamos sometidos, no hay ninguna seguridad, nos dicen que no hay ninguna seguridad, es mejor no salirse del camino. Las vías alternativas a la autopista se bifurcan imperceptiblemente, casi nadie las ve, no hay señales que las indiquen, tan sólo algunos privilegiados dotados de visión nocturna, telescópica y periscópica encuentran los desvíos, como David Lynch, como Adrián Martínez, seres extraordinarios que ven en la oscuridad pero también en la claridad más absoluta, seres omnividentes que controlan el tiempo y saben pisar el freno, que miran a los lados y perciben con nitidez aquellas luces que se encuentran fuera del foco, que se atreven a ir por carreteras secundarias, incluso por senderos tortuosos, sin guardarraíles ni quitamiedos, sin límites ni condiciones, viviendo a su manera cada metro del camino, de su personal e intransferible camino.


2- La hora del lobo

La hora del lobo es el momento entre la noche y la aurora, cuando más gente muere y se producen más nacimientos, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales, cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos.[2]

Al acercarnos empiezan a definirse aquellos puntos de luz, casas rodeadas por un halo circular que van salpicando la oscuridad absoluta, islas luminosas en el seno de la negrura, formas y conceptos que se divisan, que se reconocen y que, en la ambigüedad de la hora del lobo, pueden transformarse en cualquier cosa. Bajamos del coche, la casa ante nosotros y su luz, esa luz que desde la carretera principal sólo podían percibir los más sensibles, los más valientes, los más libres y curiosos, está justo delante. Una construcción que en plena noche de verano debería ser un refugio donde aguardar el amanecer y, al llegar la luz del día, convertirse en un apacible lugar al lado de un lago, en medio de un bosque o cerca del mar, en la playa de una isla, como aquella casa en la arena de Neruda, como aquella morada de cobijo, vida y recuerdos en una Isla Negra que no era una isla. Pero la noche cerrada puede cambiarlo todo, volverlo inquietante, cubrirlo de miedos y ambigüedades, cualquier ruido, cualquier movimiento, cualquier sombra mal entendida, convierte un hogar en una pesadilla donde seres invisibles que casi nunca existen toman las casas, incluso la nuestra, así, con un desasosiego y un desparpajo completamente cortazariano, tan real como surrealista.

Baltrum es el nombre de la isla donde vivían el pintor Johan Borg y su mujer Alma, Bergman preparó este escenario para que el artista dibujase todas sus pesadillas: para un mismo náufrago la isla puede ser salvación y refugio, pero también cárcel, soledad y miedo. Adrián Martínez sigue recorriendo y compartiendo su propia cartografía, un isleño que nos enseña sus islas, que nos las sugiere como escenarios, como paraísos entre lo natural, lo artificial y lo extraño, lugares inquietantes donde siempre parece que va a suceder algo. A sus islas llegan barcas que a veces no llegan, ahora nadie tiene claro si los botes cargados de gente vienen o van, si llevan rumbo a su destino, retornan a su origen o, por el contrario, son navegantes eternos que prefieren morir de sed antes que pisar tierra, cualquier tierra; no sabemos si son pateras, balsas o embarcaciones de recreo, no sabemos si los cuerpos que flotan en el mar son cadáveres o tipos ociosos jugando a hacerse los muertos, no sabemos si hay agua en la piscina a pesar de estar al borde del trampolín. En estos tiempos convulsos no sabemos la verdad, probablemente la verdad haya dejado de existir.


3- La ley del deseo

A mí las películas me gusta verlas pero no soporto oírlas.[3]

Una cabeza de alfiler y de la cabeza un hilo, muchos hilos y muchos alfileres, una idea y un dibujo, silencio, una tela de araña que vuelve a ser un mapa con infinitos caminos. Después de la noche, a veces, llega el día. Adrián Martínez nos plantea un nuevo escenario, nunca el último, paisajes que dejan de noctambular para comparecer con luz blanca y homogénea, blanco sobre blanco, sin claroscuros. Las líneas se vuelven voluntariamente imperceptibles por la luz y por su potencia, el ojo, nuestro ojo, se confunde tanto por defecto como por exceso, Platón abandonó la caverna y se cegó.  El viajero visionario nos vuelve a incitar y a excitar para que miremos, desmaterializando la imagen con sutileza para que, desde la incertidumbre de no saber lo que vemos, nos encaminemos hacia una contemplación y una pausa de las que desgraciadamente carecemos, malditos tiempos. Imágenes tenues, contundentes, poéticas y mundanas que nos recuerdan, en medio de la vorágine, la fragilidad y rotundidad de los paraísos, de todos los paraísos, y de esa débil voluntad humana regida por la ley más absoluta, heterogénea e insalvable que existe, la ley de nuestros propios deseos… Aunque esto, seguramente, es el inicio de una nueva historia, una historia que contaremos en otra ocasión.

*Texto para el catálogo de la exposición "Scenes" de Adrián Martínez en la Galeria Ferran Cano, septiembre de 2012.
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[1] David Lynch, Carretera perdida, October Films, EEUU, 1997.
[2] Ingmar Bergman, La hora del lobo, Svensk Filmindustri, Suecia, 1968.
[3] Pedro Almodóvar, La ley del deseo, El deseo SA, España, 1987.

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