-Con motivo de la exposición de Guillem Nadal para el Espai Micus de Ibiza-
La pala de hierro se hunde en la tierra, la remueve, los surcos
van dibujando aquellos trazos primarios, geografías elementales que dejan al
descubierto los restos de algún naufragio, de vidas, de culturas, de nuestra
propia esencia. Guillem Nadal (Sant Llorenç, 1957) coge su arado mágico y se
pone a labrar las tierras de sus telas, de sus papeles, cartografiando
sentimientos y dándonos las coordenadas de un mapa emocional que bien pudiera
ser el nuestro. Isleño, mallorquín, le he leído alguna vez, no recuerdo donde,
que la isla le producía un efecto de amor y de odio, de atracción y de rechazo,
que le obligaba a separase de ella para volver a desearla.
Por eso sus paisajes son orografías de amante que, a veces, no
es correspondido. Un mundo de espacios imaginados y realidades evidentes que
nos remiten a la isla, a las islas, a sus islas, plenos de esa armonía oriental
que expresa su respeto por la materia, por una materia natural y primera que
sobre su superficie resume lo que ha vivido y anticipa lo que será. Un afecto
que conecta con aquella perspectiva existencialista que colmaba de contenidos
al informalismo europeo frente a la frenética intuición americana. Una materia
que pregona su reivindicación de lo nuestro en una investigación arqueológica
que también tiene algo de sentimental.
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